Fantasías sobre la realidad y ocurrencias varias







jueves, 27 de julio de 2017

CARTOGRAFIA INUTIL PARA NAVEGANTES DE TIERRA ADENTRO


Acabo de cancelar una cuenta bancaria que tuve durante muchos años en una oficina de la calle Don Pedro Infinito. Clausuré también un capítulo de mi biografía. Nunca me sentí cómoda en el barrio aunque sus gentes me inspiran un profundo y asombrado respeto.  Hoy aprendí que el nombre de la calle en la que tuve que trabajar y que ya no me veré obligada a pisar por estar en ella esa sucursal bancaria viene de una comedia de Galdós titulada Celia en los infiernos. Supongo que no es casualidad que mi particular descenso al Averno coincidiera con la etapa en que tuve que transitar el callejero de las penurias galdosianas.

Fueron años de mucho Tormento, bastante Voluntad, algo de Misericordia y muchísima -demasiada- Realidad. Para mí, que siempre he tenido un pie en el país de las hadas, no hay nada más aburrido que una sobredosis de cordura, ni nada más limitador de la felicidad que la sensación de que la creatividad es una extravagancia y un lujo que no te puedes permitir. Pero cuando las cosas se tuercen toca tirar del otro pie, el anclado en el basalto ancestral, para no dejarse arrastrar por la corriente, el vendaval o “lo que surja”. Primero sobrevivir y luego filosofar, si hay tiempo y energía. La sofisticación de los apetitos ni se concibe porque bastante hay con domarlos, especialmente cuando no hay mucho con qué satisfacerlos. Y esa ausencia de sofisticación se traduce en todo, desde la indumentaria hasta el lenguaje, con el único filtro de la limpieza y el decoro, que no es poco. Todo eso me tocó aprender y valorar en los años que duró mi conexión con un barrio que sin aspavientos ni victimismos ha mantenido su dignidad y le ha dado a la ciudad muchos campeones en esa lucha.

Los pobladores originarios de la zona eran gentes de la cumbre y su idiosincrasia ha permeado el talante del lugar. El cumbrero desde su atalaya observa los confines de la tierra y no se deja inmutar por las mareas que baten la costa. Ni le llega el ruido de los cantos rodados o de sirena ni le interesa, como tampoco le interesa, tradicionalmente, el pescado que venden abajo a menos que venga en salazón. Desconfía, pero también ayuda al vecino si puede, que los inviernos arriba son duros y las lecciones del campo se traen sabidas y no se olvidan así como así. Una de ellas es la de saber estar a las duras y a las maduras, una resignación práctica que no tiene tanto de rendición como de aceptación sosegada de los ciclos y de saber que cuando no es tiempo de una cosa lo es de otra, lo cual ayuda bastante a dirigir bien los esfuerzos y no perder el tino. Porque un agricultor que se dedica a escribir poemas al rocío de la mañana invocando al agua en vez de limpiar la acequia para cuando llueva se arriesga a perder la cosecha futura. Por no hablar de la depresión que vendrá después, el reverso tenebroso de la misma fuerza que le llevó a escribir los poemas y que acecha a los incautos ante cada gaje del vivir. Debe ser por esto que las gentes del campo, sabias y cultas en lo suyo, tienen el lirismo limitado a las canciones aprendidas de sus mayores y la imaginación reservada para improvisar versos cuando toca cantar y lucirse en las fiestas.

No suelo tener pesadillas, pero uno de los sueños más desasosegantes y recurrentes que recuerdo es  uno en que empiezo subiendo la calle Mayor de Gracia en Barcelona buscando una dulcería para acabar desnortada y confusa en Schamann sin saber dónde había dejado el coche. Supongo que el sueño me alertaba de lo que me esperaba allí: estrecheces, tanto materiales como de miras, sin una pizca de realismo mágico que llevarme al magín, sólo la realidad dura de la lucha por mantener la dignidad. Sin cosmética ni artificios, sí, pero también sin fantasía y sin ángel. La aspereza de esos años justificó de sobras la inquietud que el sueño me producía. Había que estar alerta y no perderse, ni perder el vehículo de mi libertad, que no era otro que la fantasía creadora, no el Polo maltrecho que conducía entonces. Con el tiempo cambié de coche y de lugar de trabajo, pero la deuda con ese banco me mantenía anclada en el recuerdo de un pasado poco grato.

Hoy ya puedo empezar a reconciliarme con esa memoria y con un barrio que no se merece el estigma de su callejero. El hombre del campo que hizo su casa en la Ciudad Alta poco o nada tiene que ver con el costumbrismo paleto que recreó Galdós en las obras y personajes que dan nombre a muchas de sus calles. Guanarteme se llevó a los héroes de los Episodios Nacionales, pero Pedro Infinito, el cabalista loco que nunca existió, le da nombre a la calle principal del barrio más cabal y menos dado a chifladuras de toda la ciudad. Menos mal que les dejaron a Agustina de Aragón, que sin ser un personaje galdosiano viene a compensar tanto despropósito en un alarde de resistencia heroica. Por algo la habrán puesto ahí, quiero creer que por justicia poética.

 

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