Acabo de cancelar una cuenta bancaria que tuve durante muchos años en una
oficina de la calle Don Pedro Infinito. Clausuré también un capítulo de mi biografía.
Nunca me sentí cómoda en el barrio aunque sus gentes me inspiran un profundo y
asombrado respeto. Hoy aprendí que el
nombre de la calle en la que tuve que trabajar y que ya no me veré obligada a
pisar por estar en ella esa sucursal bancaria viene de una comedia de Galdós
titulada Celia en los infiernos.
Supongo que no es casualidad que mi particular descenso al Averno coincidiera
con la etapa en que tuve que transitar el callejero de las penurias galdosianas.
Fueron años de mucho Tormento,
bastante Voluntad, algo de Misericordia y muchísima -demasiada- Realidad. Para mí, que siempre he tenido
un pie en el país de las hadas, no hay nada más aburrido que una sobredosis de
cordura, ni nada más limitador de la felicidad que la sensación de que la
creatividad es una extravagancia y un lujo que no te puedes permitir. Pero
cuando las cosas se tuercen toca tirar del otro pie, el anclado en el basalto
ancestral, para no dejarse arrastrar por la corriente, el vendaval o “lo que
surja”. Primero sobrevivir y luego filosofar, si hay tiempo y energía. La
sofisticación de los apetitos ni se concibe porque bastante hay con domarlos,
especialmente cuando no hay mucho con qué satisfacerlos. Y esa ausencia de sofisticación
se traduce en todo, desde la indumentaria hasta el lenguaje, con el único
filtro de la limpieza y el decoro, que no es poco. Todo eso me tocó aprender y
valorar en los años que duró mi conexión con un barrio que sin aspavientos ni
victimismos ha mantenido su dignidad y le ha dado a la ciudad muchos campeones
en esa lucha.
Los pobladores originarios de la zona eran gentes de la cumbre y su idiosincrasia
ha permeado el talante del lugar. El cumbrero desde su atalaya observa los
confines de la tierra y no se deja inmutar por las mareas que baten la costa.
Ni le llega el ruido de los cantos rodados o de sirena ni le interesa, como
tampoco le interesa, tradicionalmente, el pescado que venden abajo a menos que
venga en salazón. Desconfía, pero también ayuda al vecino si puede, que los
inviernos arriba son duros y las lecciones del campo se traen sabidas y no se
olvidan así como así. Una de ellas es la de saber estar a las duras y a las
maduras, una resignación práctica que no tiene tanto de rendición como de
aceptación sosegada de los ciclos y de saber que cuando no es tiempo de una
cosa lo es de otra, lo cual ayuda bastante a dirigir bien los esfuerzos y no
perder el tino. Porque un agricultor que se dedica a escribir poemas al rocío de
la mañana invocando al agua en vez de limpiar la acequia para cuando llueva se
arriesga a perder la cosecha futura. Por no hablar de la depresión que vendrá
después, el reverso tenebroso de la misma fuerza que le llevó a escribir los
poemas y que acecha a los incautos ante cada gaje del vivir. Debe ser por esto
que las gentes del campo, sabias y cultas en lo suyo, tienen el lirismo
limitado a las canciones aprendidas de sus mayores y la imaginación reservada
para improvisar versos cuando toca cantar y lucirse en las fiestas.
No suelo tener pesadillas, pero uno de los sueños más desasosegantes y
recurrentes que recuerdo es uno en que
empiezo subiendo la calle Mayor de Gracia en Barcelona buscando una dulcería
para acabar desnortada y confusa en Schamann sin saber dónde había dejado el
coche. Supongo que el sueño me alertaba de lo que me esperaba allí: estrecheces,
tanto materiales como de miras, sin una pizca de realismo mágico que llevarme
al magín, sólo la realidad dura de la lucha por mantener la dignidad. Sin
cosmética ni artificios, sí, pero también sin fantasía y sin ángel. La aspereza de esos años
justificó de sobras la inquietud que el sueño me producía. Había que estar
alerta y no perderse, ni perder el vehículo de mi libertad, que no era otro que
la fantasía creadora, no el Polo maltrecho que conducía entonces. Con el tiempo
cambié de coche y de lugar de trabajo, pero la deuda con ese banco me mantenía
anclada en el recuerdo de un pasado poco grato.
Hoy ya puedo empezar a reconciliarme con esa memoria y con un barrio que no
se merece el estigma de su callejero. El hombre del campo que hizo su casa en
la Ciudad Alta poco o nada tiene que ver con el costumbrismo paleto que recreó
Galdós en las obras y personajes que dan nombre a muchas de sus calles. Guanarteme
se llevó a los héroes de los Episodios
Nacionales, pero Pedro Infinito, el cabalista loco que nunca existió, le da
nombre a la calle principal del barrio más cabal y menos dado a chifladuras de
toda la ciudad. Menos mal que les dejaron a Agustina de Aragón, que sin ser un
personaje galdosiano viene a compensar tanto despropósito en un alarde de resistencia
heroica. Por algo la habrán puesto ahí, quiero creer que por justicia poética.
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