Fantasías sobre la realidad y ocurrencias varias







miércoles, 6 de febrero de 2019

Entregando el alma

Recibo un correo de mi hermano haciéndome una pregunta muy simple y además tres propuestas de contestación muy pertinentes al contenido de la cuestión, cortesía del servicio de mensajería que, en sus esfuerzos por hacerme la vida más llevadera, no se limita ya a analizar el contenido de mis mensajes en busca de amenazas para mi privacidad, mi seguridad y la del mundo civilizado sino que me proporciona ese servicio extra y además gratis. Debería estar encantada y agradecida pero lo que estoy es mosqueada y sobrecogida.

Y es que da miedo constatar la normalidad con la que asumimos cómo los derechos fundamentales van quedando uno tras otro en papel mojado. La inviolabilidad de las comunicaciones personales era uno de ellos. Me dirán que exagero, que un robot que analiza el texto no puede causarme ningún daño moral, pero Google ya admitió que su personal también analiza algunos correos como parte del control de calidad de sus sistemas automatizados.  Supongo que lo que me pasó con el traductor de Google al traducir una canción popular del finés al español se debió a uno de esos momentos en que un humano toma el mando para hacer un control. Sólo así se explica que el mismo estribillo –que literalmente no quería decir nada- fuese dejado sin traducir salvo al final, donde se añadió la frase  “vamos a joderme  a la mierda”, que aun con una sintaxis maquillada de robótica no puede negar su autoría humana.  Y lo peor es que casi me alegro de que sea así. Un humano ofensivo no es tan espeluznante como un robot rebotado al más puro estilo cavernícola.

Pero, volviendo al asunto de los derechos, salvo las sugerencias de respuesta automática de mis correos no he detectado ninguna mejora sustancial en mis devaneos cibernéticos desde que se aprobó la nueva ley de protección de datos. Si acaso un empeoramiento porque ahora en todas las páginas tengo que darme por enterada de que me van a infestar de cookies el ordenador para “proporcionarme una mejor experiencia de navegación”, porque a eso se reduce ese consentimiento desinformado. La única salvaguarda es para el que va a manejar esos datos y la concedemos graciosamente, sin caer en que el derecho a la intimidad se devalúa a base de regalar esa privacidad  a cada golpe de ratón. Pronto pediremos que nos pongan un chip, aunque solo sea por ahorrarnos la fatiga y la ansiedad de crear y recordar tanta contraseña y entonces estaremos definitivamente acorralados. Ya puestos también podemos devolverle a Prometeo el fuego divino porque a este paso no nos va a hacer ninguna falta. Igual pica y hasta podemos exigirle responsabilidades, porque lo que es a Google y compañía solo podemos arrancarles sentidas disculpas por la inconveniencia, las multas millonarias se las embolsan contrincantes de su talla. Veremos cómo les va a los franceses, que no tienen ningún complejo de inferioridad -au contraire- y han decidido demandar colectivamente al gigante a través de una asociación de consumidores reclamando mil euros por conciencia ultrajada. Digo yo que el temor a una condena en costas en caso de perder les habrá hecho refrenar el ánimo porque si no no se explica tal comedimiento.

Todo ese celo con que los estados y las grandes corporaciones velan por la seguridad y la transparencia tiene visos de dirigirse a la creación de una sociedad de seres éticamente perfectos, o por lo menos honrados por defecto, porque no habrá posibilidad real de delinquir. Seguros, transparentes y sin necesidad del libre albedrío -porque no habrá opciones donde ejercitarlo- solo nos quedará el poder mentir para demostrar que no somos robots (o al menos para probar que no somos del todo estúpidos) y para proteger la desnudez de nuestra verdad, que luego dirán que vamos provocando, con todas las ideas al descubierto. Así, en el entrampado legal en el que vivimos nadie estará libre, por ejemplo, de perpetrar un delito de odio al menor descuido, incluso contra uno mismo, si es que no está pasando ya. Pero a lo mejor tenemos suerte y este sistema implosiona antes de llegar a ese mundo “perfecto”, porque no se puede estar prohibiendo una cosa y su contraria sin crear inconsistencias inmanejables. Solo un humano es capaz de convivir con el absurdo, los sistemas en cambio se bloquean.

Entre tanto, mientras reseteamos una y otra vez todo el tinglado, a la espera del ordenador cuántico que le dé sentido a todo de una vez o del bofetón que nos despierte de la pesadilla, seguimos obviando el problema de los derechos. Tal vez, me temo, porque ha perdido relevancia frente a otro problema mayor y más acuciante: el de dilucidar qué es ese ser humano sobre el que se postulan los derechos. O resolvemos el dilema y blindamos la integridad de la condición humana o no habrá límite para los potenciales estropicios de una inteligencia artificial desprovista de una ética a la medida del hombre. La filosofía se ha vuelto a poner de moda y no es un hecho casual ni el fruto de una sociedad hedonista con tiempo para perder pensando en las musarañas, es cuestión de mera supervivencia.  La de la especie humana, nada menos. Porque el verdadero peligro inminente no es que las máquinas nos aniquilen, sino que la esencia de lo humano, además de escurridiza, resulte irreconocible. 


Publicado en La Provincia Diario de Las Palmas el 24/07/2019

jueves, 17 de enero de 2019

Entre el bulo omnipresente y la verdad premium

Llamémoslo coincidencia, pero el caso es que en el mismo día he venido a saber de la existencia del consorcio The Trust Project y del escándalo de Der Spiegel.  Como no creo en las casualidades he decidido tomármelo como una invitación de las musas a reflexionar sobre el efecto que  ambas piezas de información pueden tener en mi forma de ver el mundo. Otros ya se han apresurado a vaticinar que voy a perder la confianza en la prensa seria y que en mi delirio inducido por las fake news correré a votarle a la extrema derecha. Pero yo, que me conozco, no estoy tan segura, así que permítanme que discrepe y desde las filas de la masa aborregada a la que me adscriben explique lo  que de verdad se me está pasando por la cabeza.

Pretender estar bien informada de todo lo que pasa en el mundo es una idea que deseché hace mucho tiempo como una fantasía megalómana. Además, no creo que haya un ente capaz de producir y hacer accesible a diario un dossier de prensa semejante ni cuerpo que lo resista. Tampoco tengo ninguna necesidad. El no saber con precisión qué se cuece en los mercados internacionales y otros centros de poder  planetario no va a hacerme perder un negocio billonario o un país o la oportunidad de colonizar Marte.  En el peor de los casos puede hacerme perder en algún concurso de la tele en el apartado de actualidad financiera internacional, pero ni ese riesgo corro porque no me he apuntado a ninguno.

Si prosigo cerrando el foco sobre los asuntos que tienen relevancia para mi “toma de decisiones informada”, que es algo que  me exigen ahora los mismos que me presumen borrega, resulta que conocer el perfil de los votantes de Trump en un pueblo de trece mil habitantes en Minesota no tiene ningún valor. Eso no quiere decir que no me sienta estafada si, teniendo un interés genuino por las peripecias existenciales de esos individuos, descubro que el reportaje por el que he pagado es un invento. Pagar por mentiras cuando ya las tenemos gratis en internet es un lujo que muchos no nos podemos permitir.

Pero la primera decisión que tengo que tomar y de la que depende si escoro a España  al caos o a la salvación es si pago por  la verdad presunta que necesito consumir o si me tomo la trabajera de escarbar en la red hasta que encuentre algo de apariencia más o menos saludable corriendo el riesgo de equivocarme. Aquí es donde entra The Trust Project dándomela ya seleccionada, masticada y envasada con su sello de calidad y todo. La digestión la tendré que hacer yo, eso sí, y podrá ser más ligera o más pesada, pero tendré la certeza de que no me va a intoxicar. Y para garantizar la salubridad del producto que me quieren vender le dejarán la ejecución del control de calidad último a un algoritmo carísimo fruto de los desvelos de un grupo formado por una institución jesuita, los capitostes de los medios más influyentes, millonarios preocupados,  Google, Bing  y otros expertos en la verdad con mayúsculas.

Lo fascinante del caso es que el lanzamiento de su producto coincide con el momento en que se invierte la tendencia deficitaria del periodismo digital y hay cada vez más gente predispuesta a asignar más valor a una verdad de pago que a una gratis y que, puestos a pagar, prefieren hacerlo con garantías. Y hete aquí que ya hay muchas verdades perfectamente posicionadas y diferenciadas de las de la competencia con un marchamo de calidad indisputable y un logo resultón. Como estrategia empresarial es brillante, por no hablar de la visión que les ha llevado a acertar teniéndolo todo preparado y a punto justo cuando cambia la marea, pero a mi sigue sin conminarme a nada, si acaso me reafirma en la creencia de que un buen marketing es indispensable cuando se trata de materializar intangibles y que no hay nada más esficaz para asignarle valor a algo que atribuirle un precio.

Al final, seguiré haciendo lo de siempre, seguiré confiando en que la prensa local tiene más difícil darme gato por liebre respecto a lo que ocurre en mis cercanías, seguiré leyendo a algunos articulistas patrios que llevan mucho tiempo ayudándome a desenmarañar la realidad con sus análisis y de cuyo criterio he aprendido a fiarme, seguiré confiando en que probablemente hay más integridad de la que nos quieren hacer creer y tendré muy presente que fue otro periodista , no un algoritmo, el que descubrió la impostura en el semanario alemán y, sobre todo,  que su nombre no es Santiago Abascal sino Juan Moreno. Todo esto lo puedo seguir haciendo gratis mientras dure y no me falten la paciencia, la pericia o el tiempo para sortear las trampas de la red. Y seguiré comprando ocasionalmente algún periódico solo por darme el gustazo y tomarme un respiro de tanta responsabilidad.

 

Publicado en La Provincia Diario de Las Palmas el 24/02/2019


domingo, 10 de diciembre de 2017

CONSPIRANOIAS


Hace años que vengo siguiendo a los conspiranóicos de Youtube con una curiosidad inagotable, no sólo porque tocan todos los temas habidos y por haber relacionados con lo inexplicable, sino por esa capacidad de fantasear teorías que lo mismo sirven para descifrar el último traje de Letizia que para ofrecer una cosmovisión totalmente nueva (o varias) a cualquiera que ande despistado en banalidades parecidas, como andar cuestionándose el porqué de la existencia o el devenir de la humanidad.

¿Se acuerdan de Carlos Jesús? Pues lo que andan contando los iluminados de ahora viene siendo lo mismo, sólo que sin túnicas, con mayor elocuencia y mejor dicción y sin un Javier Cárdenas al lado ayudándolo a ponerse en ridículo por mor del índice de audiencia. Los de ahora tienen canal propio de Youtube y, en su desinteresado deseo de ayudar a elevar el nivel de conciencia de todos nosotros, comparten sus hallazgos entre anuncio y anuncio (elegido por Youtube sin ningún criterio esotérico) y nos conminan a despertar de nuestro letargo espiritual al tiempo que nos advierten de las trampas del sistema para despistarnos. Imagino que lo de insertar anuncios cada cinco minutos es un buen ejemplo de cómo ese sistema perverso de manipulación de masas actúa para interferir con los importantes mensajes que tienen que ofrecer.

Muchos de ellos quieren ser percibidos como investigadores serios y se abstienen de proclamar que tal o cual cosa les ha sido revelada por entidades de cualidad etérica, pero llega un punto en que no pueden resistir la tentación y empiezan a dejar caer cosillas tales como psicofonías o “fuentes que no pueden revelar”. Pero incluso para esto hay una explicación, y es que cuando alguien se aproxima demasiado a la verdad, las fuerzas malignas le hacen desbarrar para que el descrédito haga el resto y ese investigador sea tildado de loco y cualquier cosa que diga no sea tomada en serio. Al fin y al cabo, todo es una conspiración.

Y es que la conspiración es un filón. Es la respuesta para todo.Y su enorme poder es que se basa en una premisa muy tranquilizadora para los que sufrimos de fobia a la teoría contraria (la teoría del caos) ya que supone que alguien está a cargo de todo el tinglado. Puede que no haya dios, pero en ausencia de éste, hay un plan preconcebido, una hoja de ruta, un algo y sobre todo, alguien a quien echarle la culpa y pedir responsabilidades si todo se va al carajo, que en definitiva es lo que nos preocupa.

Por mi parte, no necesito que nadie venga a revelarme la existencia del proyecto MK Ultra y los detalles de cómo ejercer el control mental sobre alguien hasta el punto de hacerle actuar como si fuera una persona completamente distinta, activando ese comportamiento con una sola palabra. Mi madre ha conseguido lo mismo conmigo sin usar LSD y sin tener el presupuesto de la CIA, basta con que pronuncie un par de frases en el tono adecuado y me transformo en una arpía furiosa que asusta a todo el mundo (incluida yo) menos a ella.

Supongo que por eso sigo con interés las peripecias de estos youtubers. En el fondo me reconforta saber que no estoy sola en la búsqueda del esclarecimiento. Ellos se las tienen que ver con anunakis, demonios, reptilianos, extraterrestres malos, satanistas, brujos negros, iluminatis, agencias gubernamentales, militares y políticos corruptos, el nuevo orden mundial, el bitcoin, los chemtrails, Puigdemont, el brexit... Yo solo tengo que aprender a desprogramarme de las muletillas de mi madre. Tengo la firme creencia de que cuando lo consiga seré inmune a cualquier trampa del sistema o jugarreta del destino. Vale que también me quedaré sin alguien a quien echarle la culpa de mi desazón existencial pero igual ya va siendo hora.

sábado, 9 de septiembre de 2017

SOCIEDAD DE VALORACIONES S.A.




No hace mucho una filósofa me sorprendió afirmando que ética y estética son en el fondo la misma cosa. Decidí aparcar el asunto porque estaba demasiado ocupada para enfrascarme en algo que prometía mucha investigación y reflexión. Pero a veces la realidad te zambulle en aguas profundas sin darte tiempo a coger bastante aire y te obliga a encontrar rápidamente el camino hacia la superficie. Como atajo no está mal, pero yo hubiera preferido ahorrarme el trauma del agua helada y la sensación de ahogo en mi camino hacia la iluminación.


Y lo que he concluido, tras emerger casi sin resuello, es que los valores éticos y estéticos van irremisiblemente de la mano, no podemos desligar nuestra percepción de lo bueno de nuestra percepción de lo bello porque ambos juicios son hechos por el mismo sujeto pensante, que conforma sus juicios en concordancia con lo que conoce, con lo que considera verdad. Cuanto más se ajuste algo a esa verdad tanto mejor o más bello será, de manera que no podemos concebir algo bueno que sea feo, ni algo malo que sea hermoso.


Podemos fantasear todo lo que queramos con la contradicción malo/hermoso o bueno/feo, inventando símiles ingeniosos o recurriendo a la “justicia poética”, que no es sino una segunda injusticia sobre una injusticia originaria, pero en algún momento hay que enfrentar esa contradicción, el proceso dialéctico lo requiere si no queremos quedar atrapados en ella, confundidos o indolentes ante nuestra propia perplejidad.

Y es que la contradicción es la prueba del ácido para nuestro criterio, para evaluar si lo que consideramos verdad y con lo que estamos midiendo todo lo demás es correcto o no. Si tenemos suerte y el suficiente coraje es ahí donde admitimos que nos faltaba tal o cual pieza de información, o que estábamos totalmente equivocados, y resurgimos con un conocimiento más perfeccionado, con una síntesis que nos ayuda a mejor comprender, con una verdad propia más capaz de mejor servirnos de criterio.

El trauma que propició mi esclarecimiento arrancó cuando supe del caso de la empleada de Tinsa. Como no era poca la conmoción  causada por su atroz comentario en seguida se vino a sumar la del no menos atroz titular -con foto incluida de la ahora ex-empleada- de un medio de comunicación refiriéndose a ella como “esta cosa”. La redacción del medio en cuestión –que es quien firma el titular- ha dejado bien claro en el mismo su escala de valores -su verdad para juzgar la realidad- con su patente adhesión al criterio ético/estético siguiente: las gordas son feas y malas.

Una proposición aberrante que me persigue implacable desde hace dos días y que ha abierto la puerta a comentarios no menos indeseables que la gente publica haciendo el mismo alarde de falta de pudor que la susodicha y que el medio en cuestión permite sin ningún tipo de cortapisas. Imagino que por la simple regla de tres que dice que “si ella puede decir barbaridades, nosotros también” (pero desde el anonimato, no vaya a ser que nos despidan, o desde la redacción del medio, que no se puede despedir a sí misma). Pero se equivocan. En este estado de cosas nadie está a salvo. Ni ellos, ni usted, ni yo.

 

jueves, 27 de julio de 2017

CARTOGRAFIA INUTIL PARA NAVEGANTES DE TIERRA ADENTRO


Acabo de cancelar una cuenta bancaria que tuve durante muchos años en una oficina de la calle Don Pedro Infinito. Clausuré también un capítulo de mi biografía. Nunca me sentí cómoda en el barrio aunque sus gentes me inspiran un profundo y asombrado respeto.  Hoy aprendí que el nombre de la calle en la que tuve que trabajar y que ya no me veré obligada a pisar por estar en ella esa sucursal bancaria viene de una comedia de Galdós titulada Celia en los infiernos. Supongo que no es casualidad que mi particular descenso al Averno coincidiera con la etapa en que tuve que transitar el callejero de las penurias galdosianas.

Fueron años de mucho Tormento, bastante Voluntad, algo de Misericordia y muchísima -demasiada- Realidad. Para mí, que siempre he tenido un pie en el país de las hadas, no hay nada más aburrido que una sobredosis de cordura, ni nada más limitador de la felicidad que la sensación de que la creatividad es una extravagancia y un lujo que no te puedes permitir. Pero cuando las cosas se tuercen toca tirar del otro pie, el anclado en el basalto ancestral, para no dejarse arrastrar por la corriente, el vendaval o “lo que surja”. Primero sobrevivir y luego filosofar, si hay tiempo y energía. La sofisticación de los apetitos ni se concibe porque bastante hay con domarlos, especialmente cuando no hay mucho con qué satisfacerlos. Y esa ausencia de sofisticación se traduce en todo, desde la indumentaria hasta el lenguaje, con el único filtro de la limpieza y el decoro, que no es poco. Todo eso me tocó aprender y valorar en los años que duró mi conexión con un barrio que sin aspavientos ni victimismos ha mantenido su dignidad y le ha dado a la ciudad muchos campeones en esa lucha.

Los pobladores originarios de la zona eran gentes de la cumbre y su idiosincrasia ha permeado el talante del lugar. El cumbrero desde su atalaya observa los confines de la tierra y no se deja inmutar por las mareas que baten la costa. Ni le llega el ruido de los cantos rodados o de sirena ni le interesa, como tampoco le interesa, tradicionalmente, el pescado que venden abajo a menos que venga en salazón. Desconfía, pero también ayuda al vecino si puede, que los inviernos arriba son duros y las lecciones del campo se traen sabidas y no se olvidan así como así. Una de ellas es la de saber estar a las duras y a las maduras, una resignación práctica que no tiene tanto de rendición como de aceptación sosegada de los ciclos y de saber que cuando no es tiempo de una cosa lo es de otra, lo cual ayuda bastante a dirigir bien los esfuerzos y no perder el tino. Porque un agricultor que se dedica a escribir poemas al rocío de la mañana invocando al agua en vez de limpiar la acequia para cuando llueva se arriesga a perder la cosecha futura. Por no hablar de la depresión que vendrá después, el reverso tenebroso de la misma fuerza que le llevó a escribir los poemas y que acecha a los incautos ante cada gaje del vivir. Debe ser por esto que las gentes del campo, sabias y cultas en lo suyo, tienen el lirismo limitado a las canciones aprendidas de sus mayores y la imaginación reservada para improvisar versos cuando toca cantar y lucirse en las fiestas.

No suelo tener pesadillas, pero uno de los sueños más desasosegantes y recurrentes que recuerdo es  uno en que empiezo subiendo la calle Mayor de Gracia en Barcelona buscando una dulcería para acabar desnortada y confusa en Schamann sin saber dónde había dejado el coche. Supongo que el sueño me alertaba de lo que me esperaba allí: estrecheces, tanto materiales como de miras, sin una pizca de realismo mágico que llevarme al magín, sólo la realidad dura de la lucha por mantener la dignidad. Sin cosmética ni artificios, sí, pero también sin fantasía y sin ángel. La aspereza de esos años justificó de sobras la inquietud que el sueño me producía. Había que estar alerta y no perderse, ni perder el vehículo de mi libertad, que no era otro que la fantasía creadora, no el Polo maltrecho que conducía entonces. Con el tiempo cambié de coche y de lugar de trabajo, pero la deuda con ese banco me mantenía anclada en el recuerdo de un pasado poco grato.

Hoy ya puedo empezar a reconciliarme con esa memoria y con un barrio que no se merece el estigma de su callejero. El hombre del campo que hizo su casa en la Ciudad Alta poco o nada tiene que ver con el costumbrismo paleto que recreó Galdós en las obras y personajes que dan nombre a muchas de sus calles. Guanarteme se llevó a los héroes de los Episodios Nacionales, pero Pedro Infinito, el cabalista loco que nunca existió, le da nombre a la calle principal del barrio más cabal y menos dado a chifladuras de toda la ciudad. Menos mal que les dejaron a Agustina de Aragón, que sin ser un personaje galdosiano viene a compensar tanto despropósito en un alarde de resistencia heroica. Por algo la habrán puesto ahí, quiero creer que por justicia poética.

 

domingo, 2 de julio de 2017

LA ETICA DE LA PICONERA







No hace mucho me embarqué en un curso online sobre ética de la Universidad de Lausana, creado por dos miembros de su facultad de empresariales y económicas, uno profesor de ética empresarial  y el otro de teoría de decisiones. El título del curso era Unethical decision making in organizations. Parecía interesante y me moría de curiosidad por saber a qué clavo ardiendo se iban a agarrar los directivos de las organizaciones en un mundo devastado por la codicia sin escrúpulos que la “nueva economía” nos legó. Un páramo ético donde ni las flores del mal osan brotar porque hasta para ser malo, lo que se dice malo, hace falta inteligencia y ponerla al servicio de los valores contrarios a los que proclamamos como buenos. Y algo de eso hay, pero la mayor parte del problema es fruto de la inconsciencia, sabiamente explotada por los malos de verdad.


El huracán de capitalismo salvaje que se desató en los ochenta (la única regla era que no había reglas, ¿se acuerdan?) mandó a paseo los valores y se centró en la estrategia de ganar dinero a cualquier precio. El colapso de este desenfreno llegó allá por 2009 y todavía no nos hemos recuperado. Hasta aquí la nota histórica, por si me está leyendo algún menor sin filtros parentales.


Hoy se ha invertido la tendencia, lo de hacerse asquerosamente rico de la noche a la mañana y pregonarlo con orgullo ya no se lleva, ahora vuelve a estar de moda la modestia y lo que se busca de cara a la galería (porque de puertas adentro sigue siendo el dinero) es respetabilidad. Cualquier organización que se precie, a parte de una visión y una misión, tiene que tener una política de responsabilidad social, aunque se limite a patrocinar al equipo de balonmano del barrio, el caso es ser percibido como un benefactor de la comunidad y hacerse perdonar lo de ganar dinero, que ahora es de muy mal gusto y sólo lo hacen los criminales.
En un contexto así urge encontrar la forma de evitar a toda costa la mala imagen que un fraude, malversación, abuso o enchufismo puede acarrear, pero como los humanos somos como somos y no tenemos remedio -al menos en el corto plazo(*)-  la solución pasa por blindar a las organizaciones con un sinfín de protocolos, medidas, contramedidas, decálogos, comités y auditores contra las decisiones desacertadas de los mismos humanos que las manejamos. El mecanismo no es nuevo, se llama burocracia y está comprobado que funciona. De una manera perversa, pero funciona. Aunque sólo sea por la dificultad añadida de tener que sortear todo el laberinto administrativo.
Pero me estoy desviando. Las organizaciones, por mucho que les demos una personalidad jurídica, un número de identificación fiscal, estatutos y decálogos éticos no tienen alma. Ni sienten ni padecen ni se avergüenzan de su comportamiento. La ética solo atañe al ser humano, al que toma las decisiones, correctas o incorrectas, a sabiendas o no. Y es aquí donde reside la novedad en el enfoque que el curso preconiza. Un enfoque que todavía me tiene perpleja. No soy capaz de decidir si es un producto de la psicología new age, cargado de comprensión y amor universal, o un intento sibilino de excusar lo inexcusable y echarle la culpa al sistema (chivo expiatorio de primera opción allá por los setenta, cuando la crisis del petróleo y el reflujo de los sesenta dejaron al descubierto los estropicios de un desarrollismo mal planificado).
El curso pretende alertar sobre cómo el contexto de la organización (con la fuerte presión que puede ejercer) y la estrechez de miras pueden llevar a personas honestas y con principios a actuar de forma poco ética. El énfasis se pone no en las “manzanas podridas” sino en las sanas y explica divinamente las mil y una formas en las que éstas se pueden malear. Desde el miedo a las represalias hasta el efecto perverso de las rutinas pasando por la presión de los pares y el mismo estrés, ejemplificado con famosos estudios de psicología y sonados casos empresariales, todo se reduce a explicar cómo surge lo que ellos denominan ceguera ética.
Hasta aquí todo muy bien. El problema lo tengo en la forma de tratar un caso de corrupción bajo este enfoque. Y es que el concepto de ceguera ética me parece sumamente peligroso, por mucho que sea acertado. Convendría buscar otra manera de llamar a la causa de tales errores, de otra forma lo que se propicia es eludir la responsabilidad con el apoyo impagable del lenguaje y su carga emocional.
Porque no es lo mismo decir  “te has portado como un sinvergüenza” que “has sufrido un episodio de ceguera ética” o mejor todavía: “eres VICTIMA de un caso severo de ceguera ética”, que podría llegar incluso a un “perdónanos por haberte forzado a traicionar tus valores, toma tu indemnización, tu incapacidad permanente por enfermedad profesional, una pluma de regalo y no nos demandes, por favor”. Y aquí lo único que ha pasado es que la organización no ha sabido prever o corregir las anomalías y el causante del estropicio se queda tan ancho y se va cantando aquello de  por tu culpa culpita yo tengo negro negrito mi corazón…


(*) lo que dura una legislatura (cuatro años) o la revisión del interés de la hipoteca (un año), horizontes temporales que no dan ni para empezar a enseñar a hablar a un niño con propiedad, conque quítame allá lo de transformarlo en ciudadano si no lo trae aprendido de casa cuando se incorpora a la polis