Fantasías sobre la realidad y ocurrencias varias







miércoles, 6 de febrero de 2019

Entregando el alma

Recibo un correo de mi hermano haciéndome una pregunta muy simple y además tres propuestas de contestación muy pertinentes al contenido de la cuestión, cortesía del servicio de mensajería que, en sus esfuerzos por hacerme la vida más llevadera, no se limita ya a analizar el contenido de mis mensajes en busca de amenazas para mi privacidad, mi seguridad y la del mundo civilizado sino que me proporciona ese servicio extra y además gratis. Debería estar encantada y agradecida pero lo que estoy es mosqueada y sobrecogida.

Y es que da miedo constatar la normalidad con la que asumimos cómo los derechos fundamentales van quedando uno tras otro en papel mojado. La inviolabilidad de las comunicaciones personales era uno de ellos. Me dirán que exagero, que un robot que analiza el texto no puede causarme ningún daño moral, pero Google ya admitió que su personal también analiza algunos correos como parte del control de calidad de sus sistemas automatizados.  Supongo que lo que me pasó con el traductor de Google al traducir una canción popular del finés al español se debió a uno de esos momentos en que un humano toma el mando para hacer un control. Sólo así se explica que el mismo estribillo –que literalmente no quería decir nada- fuese dejado sin traducir salvo al final, donde se añadió la frase  “vamos a joderme  a la mierda”, que aun con una sintaxis maquillada de robótica no puede negar su autoría humana.  Y lo peor es que casi me alegro de que sea así. Un humano ofensivo no es tan espeluznante como un robot rebotado al más puro estilo cavernícola.

Pero, volviendo al asunto de los derechos, salvo las sugerencias de respuesta automática de mis correos no he detectado ninguna mejora sustancial en mis devaneos cibernéticos desde que se aprobó la nueva ley de protección de datos. Si acaso un empeoramiento porque ahora en todas las páginas tengo que darme por enterada de que me van a infestar de cookies el ordenador para “proporcionarme una mejor experiencia de navegación”, porque a eso se reduce ese consentimiento desinformado. La única salvaguarda es para el que va a manejar esos datos y la concedemos graciosamente, sin caer en que el derecho a la intimidad se devalúa a base de regalar esa privacidad  a cada golpe de ratón. Pronto pediremos que nos pongan un chip, aunque solo sea por ahorrarnos la fatiga y la ansiedad de crear y recordar tanta contraseña y entonces estaremos definitivamente acorralados. Ya puestos también podemos devolverle a Prometeo el fuego divino porque a este paso no nos va a hacer ninguna falta. Igual pica y hasta podemos exigirle responsabilidades, porque lo que es a Google y compañía solo podemos arrancarles sentidas disculpas por la inconveniencia, las multas millonarias se las embolsan contrincantes de su talla. Veremos cómo les va a los franceses, que no tienen ningún complejo de inferioridad -au contraire- y han decidido demandar colectivamente al gigante a través de una asociación de consumidores reclamando mil euros por conciencia ultrajada. Digo yo que el temor a una condena en costas en caso de perder les habrá hecho refrenar el ánimo porque si no no se explica tal comedimiento.

Todo ese celo con que los estados y las grandes corporaciones velan por la seguridad y la transparencia tiene visos de dirigirse a la creación de una sociedad de seres éticamente perfectos, o por lo menos honrados por defecto, porque no habrá posibilidad real de delinquir. Seguros, transparentes y sin necesidad del libre albedrío -porque no habrá opciones donde ejercitarlo- solo nos quedará el poder mentir para demostrar que no somos robots (o al menos para probar que no somos del todo estúpidos) y para proteger la desnudez de nuestra verdad, que luego dirán que vamos provocando, con todas las ideas al descubierto. Así, en el entrampado legal en el que vivimos nadie estará libre, por ejemplo, de perpetrar un delito de odio al menor descuido, incluso contra uno mismo, si es que no está pasando ya. Pero a lo mejor tenemos suerte y este sistema implosiona antes de llegar a ese mundo “perfecto”, porque no se puede estar prohibiendo una cosa y su contraria sin crear inconsistencias inmanejables. Solo un humano es capaz de convivir con el absurdo, los sistemas en cambio se bloquean.

Entre tanto, mientras reseteamos una y otra vez todo el tinglado, a la espera del ordenador cuántico que le dé sentido a todo de una vez o del bofetón que nos despierte de la pesadilla, seguimos obviando el problema de los derechos. Tal vez, me temo, porque ha perdido relevancia frente a otro problema mayor y más acuciante: el de dilucidar qué es ese ser humano sobre el que se postulan los derechos. O resolvemos el dilema y blindamos la integridad de la condición humana o no habrá límite para los potenciales estropicios de una inteligencia artificial desprovista de una ética a la medida del hombre. La filosofía se ha vuelto a poner de moda y no es un hecho casual ni el fruto de una sociedad hedonista con tiempo para perder pensando en las musarañas, es cuestión de mera supervivencia.  La de la especie humana, nada menos. Porque el verdadero peligro inminente no es que las máquinas nos aniquilen, sino que la esencia de lo humano, además de escurridiza, resulte irreconocible. 


Publicado en La Provincia Diario de Las Palmas el 24/07/2019

jueves, 17 de enero de 2019

Entre el bulo omnipresente y la verdad premium

Llamémoslo coincidencia, pero el caso es que en el mismo día he venido a saber de la existencia del consorcio The Trust Project y del escándalo de Der Spiegel.  Como no creo en las casualidades he decidido tomármelo como una invitación de las musas a reflexionar sobre el efecto que  ambas piezas de información pueden tener en mi forma de ver el mundo. Otros ya se han apresurado a vaticinar que voy a perder la confianza en la prensa seria y que en mi delirio inducido por las fake news correré a votarle a la extrema derecha. Pero yo, que me conozco, no estoy tan segura, así que permítanme que discrepe y desde las filas de la masa aborregada a la que me adscriben explique lo  que de verdad se me está pasando por la cabeza.

Pretender estar bien informada de todo lo que pasa en el mundo es una idea que deseché hace mucho tiempo como una fantasía megalómana. Además, no creo que haya un ente capaz de producir y hacer accesible a diario un dossier de prensa semejante ni cuerpo que lo resista. Tampoco tengo ninguna necesidad. El no saber con precisión qué se cuece en los mercados internacionales y otros centros de poder  planetario no va a hacerme perder un negocio billonario o un país o la oportunidad de colonizar Marte.  En el peor de los casos puede hacerme perder en algún concurso de la tele en el apartado de actualidad financiera internacional, pero ni ese riesgo corro porque no me he apuntado a ninguno.

Si prosigo cerrando el foco sobre los asuntos que tienen relevancia para mi “toma de decisiones informada”, que es algo que  me exigen ahora los mismos que me presumen borrega, resulta que conocer el perfil de los votantes de Trump en un pueblo de trece mil habitantes en Minesota no tiene ningún valor. Eso no quiere decir que no me sienta estafada si, teniendo un interés genuino por las peripecias existenciales de esos individuos, descubro que el reportaje por el que he pagado es un invento. Pagar por mentiras cuando ya las tenemos gratis en internet es un lujo que muchos no nos podemos permitir.

Pero la primera decisión que tengo que tomar y de la que depende si escoro a España  al caos o a la salvación es si pago por  la verdad presunta que necesito consumir o si me tomo la trabajera de escarbar en la red hasta que encuentre algo de apariencia más o menos saludable corriendo el riesgo de equivocarme. Aquí es donde entra The Trust Project dándomela ya seleccionada, masticada y envasada con su sello de calidad y todo. La digestión la tendré que hacer yo, eso sí, y podrá ser más ligera o más pesada, pero tendré la certeza de que no me va a intoxicar. Y para garantizar la salubridad del producto que me quieren vender le dejarán la ejecución del control de calidad último a un algoritmo carísimo fruto de los desvelos de un grupo formado por una institución jesuita, los capitostes de los medios más influyentes, millonarios preocupados,  Google, Bing  y otros expertos en la verdad con mayúsculas.

Lo fascinante del caso es que el lanzamiento de su producto coincide con el momento en que se invierte la tendencia deficitaria del periodismo digital y hay cada vez más gente predispuesta a asignar más valor a una verdad de pago que a una gratis y que, puestos a pagar, prefieren hacerlo con garantías. Y hete aquí que ya hay muchas verdades perfectamente posicionadas y diferenciadas de las de la competencia con un marchamo de calidad indisputable y un logo resultón. Como estrategia empresarial es brillante, por no hablar de la visión que les ha llevado a acertar teniéndolo todo preparado y a punto justo cuando cambia la marea, pero a mi sigue sin conminarme a nada, si acaso me reafirma en la creencia de que un buen marketing es indispensable cuando se trata de materializar intangibles y que no hay nada más esficaz para asignarle valor a algo que atribuirle un precio.

Al final, seguiré haciendo lo de siempre, seguiré confiando en que la prensa local tiene más difícil darme gato por liebre respecto a lo que ocurre en mis cercanías, seguiré leyendo a algunos articulistas patrios que llevan mucho tiempo ayudándome a desenmarañar la realidad con sus análisis y de cuyo criterio he aprendido a fiarme, seguiré confiando en que probablemente hay más integridad de la que nos quieren hacer creer y tendré muy presente que fue otro periodista , no un algoritmo, el que descubrió la impostura en el semanario alemán y, sobre todo,  que su nombre no es Santiago Abascal sino Juan Moreno. Todo esto lo puedo seguir haciendo gratis mientras dure y no me falten la paciencia, la pericia o el tiempo para sortear las trampas de la red. Y seguiré comprando ocasionalmente algún periódico solo por darme el gustazo y tomarme un respiro de tanta responsabilidad.

 

Publicado en La Provincia Diario de Las Palmas el 24/02/2019