Fantasías sobre la realidad y ocurrencias varias







sábado, 12 de enero de 2013

EL PALACIO DE CRISTAL



Una estructura de hierro, contra la que ningún fuego podrá, y un revestimiento de cristal que siempre dejará pasar toda la luz.

Descubrí el Palacio de Cristal al final de mi visita a Madrid estas navidades y fue el broche de oro a cuatro días bienaventurados que empezaron marcados por la incertidumbre.

¿Qué esperaba encontrar en la capital de una España sumida en la crispación y el malestar que continuamente se palpan en los medios? Pues exactamente eso, sólo que peor.

Trabajar en Ginebra y vivir en sus cercanías es lo más parecido a transitar un mundo de cuento de hadas. Todo está limpio, los autobuses pasan a su hora, cualquier tipo de desperdicio tiene su rincón de reciclado, las flores abundan y las normas son respetadas, por citar sólo algunas utopías que en Suiza son una realidad.

Precisamente por ello, o a pesar de ello, aún no lo sé, me repito constantemente que esto es una fantasía, aunque sólo sea por no sucumbir a la tentación de creer que el mundo es perfecto. Es cierto que en este empeño me ayudan mucho el resumen de prensa del Colegio de Economistas de Las Palmas y mi madre, con sus informes diarios de cómo va la crisis en Canarias, pero no es bastante. La imagen de este idílico existir es tan potente que ni mil palabras pueden deshacerla, de ahí que insista machaconamente con mi mantra: “esto no es real, no es real, no es real…”

El resultado de mi terapia anti ilusoria fue que llegué a Madrid con el corazón en un puño, esperando encontrarme con unas gentes malhumoradas, apesadumbradas y derrotadas. Afortunadamente, me encontré con todo lo contrario.

Encontré conversaciones ajenas que podía entender perfectamente aunque uno de los interlocutores hablara de que se le había “desfigurado” el escritorio del ordenador, chinos de segunda generación felicitando las Pascuas en perfecto español, comerciantes pakistaníes que me saludaban por la calle al segundo día de estar yo en el barrio de Ventas, madrileños de-toda-la-vida que gestionaban su vez en una cola con un espíritu castizo que poco tiene que envidiarle al realismo mágico, conductores de autobús -estresados por los nuevos carriles y con el sueldo recortado- que me sonreían (los suizos te responderán a los buenos días, pero no sonríen), sábanas en los balcones defendiendo la sanidad pública, teatros que se caen a trozos pero llenos hasta la bandera, individuos comprometidos que conocen y aman su ciudad y que te llenan el corazón con la historia de cada calle, de cada fuente, de cada piedra…

He vuelto contenta de constatar cómo los españoles lidiamos con esta malhadada crisis. Ni estamos vencidos ni podemos ser derrotados, porque lo que tenemos es una inmensa capacidad para vivir, porque somos fuertes y porque nos permitimos la fragilidad de una fachada de cristal que nos impide hablar inglés pero que también permite el paso de cualquier luz, por pequeña que sea. Y lo mejor de todo, es que es contagioso.
 
Dedicado a los madrileños; de nacimiento, adopción o devoción.