Fantasías sobre la realidad y ocurrencias varias







jueves, 31 de marzo de 2011

TREINTA Y NUEVE GRADOS

Mi sueño se ha cumplido y por fin estoy en la cima del mundo. Concretamente, en la gruta de una escarpada montaña del Himalaya, compartiendo habitáculo con un par de cabras lanudas que me proporcionan comida y compañía. El aire y el agua son de una pureza tal que dan ganas de ponerse de rodillas y dar gracias por cada inhalación o cada sorbo. Los cánticos de los lamas del monasterio del valle llegan lejanos y amortiguados por la dura ascensión montaña arriba. Me dejo invadir por la serenidad hasta que todas las células de mi cuerpo se ponen a levitar y a vibrar en armonía con el cosmos. Cuando empiezo a oir cómo la sangre fluye por mis venas y los latidos de mi corazón se han intensificado con la sonoridad de un gong decido que el misticismo tiene una banda sonora muy pobre y me entran unas ganas locas de meterme en la sección de discos de El Corte Inglés, donde, por cierto, ya es primavera y me la estoy perdiendo entre tanto hielo místico. Tomada la decisión, me pongo los patines y salgo zumbando montaña abajo hasta el valle, por donde patino como una centella sobre el río helado mientras los monjes me vitorean. Me voy acercando al mar y los patines van perdiendo velocidad, en parte porque estoy sobre la arena de Maspalomas y en cuanto se acaba la pendiente de la duna me quedo clavada en el sitio. Entonces un “mic mic” hace que me gire a tiempo de ver cómo el correcaminos se abalanza hacia mi, seguido de cerca por el coyote subido en un cohete. El correcaminos se desvía hacia el faro pero al coyote no le da tiempo a maniobrar y se estampa contra la escollera recién inaugurada por Pepe Benavente, un acto cubierto por la tele autonómica en la forma de un locutor que, con los pantalones del traje arremangados, transmite la noticia desde la orilla con un micro en una mano, una taza de café en la otra y un pañuelo en la cabeza para protegerse del sol. Al momento llegan los artificieros de la Guanchancha para ocuparse del cohete del coyote, que todavía no ha explotado. Cuando les veo sacar una caja que pone “desactivador de explosivos marca Acme” empiezo a correr en dirección opuesta, justo por donde viene una muchedumbre en romería con todo el mundo vestido de típico sin que falte un fajín ni una polaina de lana con el calor que hace. Cuando por fin llego al Corte Inglés el aire acondicionado me da tiritona y bajo a la cafetería a tomar algo caliente pero está llena de alemanes como castillos zampando tarta y me pongo en una esquina de la barra haciendo señas frenéticas al camarero. Me sirve una jarra de café y una bandeja de donuts glaseados de colores que empiezan a rodar de un lado a otro de la barra hasta que se cansan de que nadie les haga caso y optan por el suicidio ritual lanzándose de uno en uno al lavavajillas. Conmovida por su trágico destino empiezo a llorar desaforadamente hasta que el jefe de planta viene a consolarme y me da un cheque regalo para la librería diciéndome que sólo lo puedo gastar en la sección de gastronomía autóctona y deportes vernáculos. Vuelvo a echarme a llorar, esta vez con más ganas, mientras el hombre insiste en que me lleve lo que quiera de la sección de souvenirs y me toma las medidas para una camiseta de la Unión Deportiva. Al llanto se suman los hipidos, la angustia y un tremendo dolor de cabeza que me hace desear reunirme con los donuts, donde quiera que estén. Me libro del jefe de planta y empiezo a intentar subir por las escaleras mecánicas que bajan. Haciendo un tremendo esfuerzo llego a la puerta principal pero se me echan encima tres tipos de seguridad porque mi móvil suena igual que la alarma y es mi madre la que me está llamando. Cuando por fin consigo descolgar y hablar con ella oigo que me dice: siéntate en la cama y tómate la aspirina, que te ha subido la fiebre.  Ah, menos mal, todo había sido un sueño delirante. ¿No?

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