Recibo un correo de mi hermano haciéndome una pregunta muy simple y además tres propuestas de contestación muy pertinentes al contenido de la cuestión, cortesía del servicio de mensajería que, en sus esfuerzos por hacerme la vida más llevadera, no se limita ya a analizar el contenido de mis mensajes en busca de amenazas para mi privacidad, mi seguridad y la del mundo civilizado sino que me proporciona ese servicio extra y además gratis. Debería estar encantada y agradecida pero lo que estoy es mosqueada y sobrecogida.
Y es que da miedo constatar la normalidad con la que asumimos cómo los derechos fundamentales van quedando uno tras otro en papel mojado. La inviolabilidad de las comunicaciones personales era uno de ellos. Me dirán que exagero, que un robot que analiza el texto no puede causarme ningún daño moral, pero Google ya admitió que su personal también analiza algunos correos como parte del control de calidad de sus sistemas automatizados. Supongo que lo que me pasó con el traductor de Google al traducir una canción popular del finés al español se debió a uno de esos momentos en que un humano toma el mando para hacer un control. Sólo así se explica que el mismo estribillo –que literalmente no quería decir nada- fuese dejado sin traducir salvo al final, donde se añadió la frase “vamos a joderme a la mierda”, que aun con una sintaxis maquillada de robótica no puede negar su autoría humana. Y lo peor es que casi me alegro de que sea así. Un humano ofensivo no es tan espeluznante como un robot rebotado al más puro estilo cavernícola.
Pero, volviendo al asunto de los derechos, salvo las sugerencias de respuesta automática de mis correos no he detectado ninguna mejora sustancial en mis devaneos cibernéticos desde que se aprobó la nueva ley de protección de datos. Si acaso un empeoramiento porque ahora en todas las páginas tengo que darme por enterada de que me van a infestar de cookies el ordenador para “proporcionarme una mejor experiencia de navegación”, porque a eso se reduce ese consentimiento desinformado. La única salvaguarda es para el que va a manejar esos datos y la concedemos graciosamente, sin caer en que el derecho a la intimidad se devalúa a base de regalar esa privacidad a cada golpe de ratón. Pronto pediremos que nos pongan un chip, aunque solo sea por ahorrarnos la fatiga y la ansiedad de crear y recordar tanta contraseña y entonces estaremos definitivamente acorralados. Ya puestos también podemos devolverle a Prometeo el fuego divino porque a este paso no nos va a hacer ninguna falta. Igual pica y hasta podemos exigirle responsabilidades, porque lo que es a Google y compañía solo podemos arrancarles sentidas disculpas por la inconveniencia, las multas millonarias se las embolsan contrincantes de su talla. Veremos cómo les va a los franceses, que no tienen ningún complejo de inferioridad -au contraire- y han decidido demandar colectivamente al gigante a través de una asociación de consumidores reclamando mil euros por conciencia ultrajada. Digo yo que el temor a una condena en costas en caso de perder les habrá hecho refrenar el ánimo porque si no no se explica tal comedimiento.
Todo ese celo con que los estados y las grandes corporaciones velan por la seguridad y la transparencia tiene visos de dirigirse a la creación de una sociedad de seres éticamente perfectos, o por lo menos honrados por defecto, porque no habrá posibilidad real de delinquir. Seguros, transparentes y sin necesidad del libre albedrío -porque no habrá opciones donde ejercitarlo- solo nos quedará el poder mentir para demostrar que no somos robots (o al menos para probar que no somos del todo estúpidos) y para proteger la desnudez de nuestra verdad, que luego dirán que vamos provocando, con todas las ideas al descubierto. Así, en el entrampado legal en el que vivimos nadie estará libre, por ejemplo, de perpetrar un delito de odio al menor descuido, incluso contra uno mismo, si es que no está pasando ya. Pero a lo mejor tenemos suerte y este sistema implosiona antes de llegar a ese mundo “perfecto”, porque no se puede estar prohibiendo una cosa y su contraria sin crear inconsistencias inmanejables. Solo un humano es capaz de convivir con el absurdo, los sistemas en cambio se bloquean.
Entre tanto, mientras reseteamos una y otra vez todo el tinglado, a la espera del ordenador cuántico que le dé sentido a todo de una vez o del bofetón que nos despierte de la pesadilla, seguimos obviando el problema de los derechos. Tal vez, me temo, porque ha perdido relevancia frente a otro problema mayor y más acuciante: el de dilucidar qué es ese ser humano sobre el que se postulan los derechos. O resolvemos el dilema y blindamos la integridad de la condición humana o no habrá límite para los potenciales estropicios de una inteligencia artificial desprovista de una ética a la medida del hombre. La filosofía se ha vuelto a poner de moda y no es un hecho casual ni el fruto de una sociedad hedonista con tiempo para perder pensando en las musarañas, es cuestión de mera supervivencia. La de la especie humana, nada menos. Porque el verdadero peligro inminente no es que las máquinas nos aniquilen, sino que la esencia de lo humano, además de escurridiza, resulte irreconocible.
Publicado en La Provincia Diario de Las Palmas el 24/07/2019
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