Fue un 11 de febrero. El día amaneció prometedor, empezaba a nevar cuando me levanté y al salir de casa la nevada se había intensificado. El autobús pasó con algo de retraso pero al llegar a Ferney-Voltaire comprendí que el tráfico sólo iba a empeorar. Al cabo de un rato de esperar a la intemperie por el F que me llevaría a Ginebra y habiendo sufrido ya un resfriado muy antipático por la misma causa decidí que me subiría al primer autobús que apareciera. Y el primero en aparecer fue el que me llevaría de vuelta a casa y a la historia de amor más surreal que me ha tocado vivir.
Mientras me conectaba a la oficina via internet un gato se instalaba en la mesa del patio. No le presté mucha atención porque es una costumbre de los gatos del vecindario, que a menudo eligen esa confortable atalaya desde la que observar el mundo e ignorarme a mí. Sin embargo éste empezó a maullar para llamar mi atención. Al cabo de un rato me compadecí del animal pensando que se habría quedado desamparado en medio de la nevada a causa de una escapada a las que tan aficionados son estos bichos y le puse un poco de leche en un cuenco.
No sirvió de mucho, porque siguió insistiendo con sus maullidos y cada vez que iba a reponerle el avituallamiento intentaba colarse en el salón. No me quedó más remedio que improvisarle un echadero y dejarlo entrar a condición de que se comportara. Y resultó que me había entendido. En cuanto le señalé las hojas de periódico que había puesto sobre una toalla en el suelo se fué derechito a ellas y se durmió una siesta, dejándome completamente pasmada y provocando que bajara la guardia por completo. Cuando descubrí que era una gata ya era tarde para lamentarse.
Ocurre que le tengo miedo a los gatos. Un miedo que rayaba en la fobia hasta que mi madre trajo uno a casa y no me quedó más remedio que superarlo, pero sigo sin fiarme de ellos. El instinto de la mujer de las cavernas que todavía late en mí me dice que ese especímen no es sino una versión abreviada de un terror lleno de zarpas y colmillos afilados y su ronroneo el eco de un rugido que te pone los pelos de punta.
Por eso sigo sin acabar de explicarme cómo permití que mi huesped fuera adueñándose de mi espacio y de mi afecto en poco más de medio día. Pero lo hizo. Se fue acercando tan sibilinamente que cuando quise darme cuenta estábamos compartiendo el sofá. Si no se acostó en mi regazo fue solamente porque ese espacio lo ocupaba mi portátil, así que se tuvo que conformar con enroscarse en mi costado. Hasta llegó a darme un lametón en la mejilla mientras intentaba ganarse su sitio junto a mí. Quién habría podido resistirse?
Al día siguiente la dejé en el patio antes de irme a trabajar y no la he vuelto a ver. Desde entonces la busco cada vez que salgo a la calle o voy hasta el pueblo cercano a comprar. Alguna vez me ha parecido verla pero no ha hecho caso de mis llamadas y puede que sólo haya sido algún otro ejemplar de su misma camada. O puede que fuera ella, siendo lo que es: un gato.
Cuando le conté la historia a mi madre me escuchó atentamente, empatizando en seguida con mi corazón partido y dándome la ocasional palmadita en la espalda. Al final me dijo: "pues imagínate si llega a ser una persona". Desde luego, nadie como una madre para ponerte de patitas en la realidad.
A continuación, la secuencia gráfica de los hechos, por si alguien piensa que exagero. Las fotos las saqué con la intención de colocarlas por ahí para que sus dueños pudieran recuperarla. Aunque todavía puedo usarlas para reclamarla como mía, por mucho que la cosa no sea así. En realidad la dueña es ella.
Haciéndome creer que es obediente y educada
Explicándome que es civilizada y sabe cómo tratar a una alfombra
Elogiando mi buen gusto para los chales de andar dentro de casa
Y aquí la tuve que despertar para que saludara a la cámara.