Atendiendo a la forma tan deficiente que tenemos de comunicarnos podría
pensarse que Jehová se podía haber
ahorrado el jaleo de la Torre de Babel. Debe haber sido una trabajera enorme
crear tantísimas lenguas con el propósito de confundirnos cuando lo cierto es
que con una sola nos basta y sobra.
Las palabras, desprovistas de contexto y afectividad, no valen sino para
engendrar acertijos que nadie resuelve sino por casualidad en el mejor de los
casos. En el peor generan malentendidos en los que desperdiciamos un tiempo
precioso. Los lingüistas siguen estudiando el fenómeno y yo no tengo nada que
aportar al análisis de cómo funciona (o no) el lenguaje. A mí lo que me causa
asombro y maravilla es descubrir cómo funcionamos nosotros a pesar de él.
Se me ocurre que las palabras, lejos de ser herramientas útiles, son
estorbos que hay que ir apartando hasta llegar a la esencia de la idea, como si
en vez de designar algo con certeza solo sirvieran para descartar lo que no es.
Y cada vez estoy más convencida de que Platón tenía razón, los universales
existen y no aprendemos sino que recordamos, asistidos -o más bien entorpecidos-
por un sistema de codificación muy rudimentario.
Lo de “entenderse con una mirada” dice mucho más sobre todo esto que lo que
llevo ya escrito. Y dice mucho más sobre la comunicación humana que sobre el
significado romántico y sensiblero que a veces se le atribuye, porque ya se
sabe que en temas románticos a Platón y a los poetas se les perdona cualquier
extravagancia. Y obviamos así el prodigio de que dos personas puedan realmente
entenderse si no es porque su conexión trasciende el lenguaje y comparten una
realidad, un interés, una esfera fuera del aquí y ahora donde existe la idea a
la que ambos se refieren.
En ese lugar las palabras ya no estorban, son juguetes gloriosos y el
lenguaje se transforma en metalenguaje. Es el espacio del chiste
desternillante, de la poesía que resuena, de la filosofía que incita a
cuestionarse la realidad. Es donde verdaderamente nos entendemos.
Lamentablemente no pasamos mucho tiempo en esas estancias divinas.
La cotidianeidad impone otro ritmo y relacionarnos con mucha gente a
quienes nuestras circunstancias y afectos no interesan lo más mínimo y/o viceversa.
Entonces el diálogo de besugos está garantizado. Y el que algo que debería
tener consecuencias devastadoras se traduzca con tanta frecuencia sólo en
simples inconvenientes es lo que me lleva a terminar concluyendo, como es habitual,
que estamos vivos de milagro.
(*) Con permiso del gran Chiquito de la Calzada