Mi madre, que siempre llega a comer pasadas las tres, se empeña en almorzar viendo Sálvame. La coartada de esta licenciada en filología inglesa -con amplios estudios de filología hispánica, los cursos de doctorado respectivos, más la diplomatura de magisterio, dos libros publicados y un cortometraje realizado- es que le ayuda a desconectar del ajetreo del día, que normalmente consiste en atender las fincas y/o lidiar con la Administración en cualquiera de sus descentralizadas variantes. Reconozco que esas actividades agotan mentalmente al más pintado, pero ella, en vez de atizarse un wisky como todo el mundo, insiste en torturarme haciéndome oír el griterío chabacano e incomprensible del dichoso programa. Llega incluso a llevar la conversación hacia lo que ha dicho uno o ha hecho la otra, con lo cual me obliga a prestarle atención para no dejarla hablando sola.
Mi estrategia para restablecer cuanto antes la funcionalidad neuronal consiste en cambiar de canal en cuanto se levanta de la mesa y elegir un programa que no me moleste demasiado mientras hago el sudoku del periódico, con lo que termino viendo los documentales de la 2. La cosa estaba funcionando bien hasta hoy. Debe ser que me he quedado muy tocada con los resultados de las elecciones o por algún fastidioso tránsito planetario, pero el caso es que tengo la sensibilidad a flor de piel.
De repente, no me he visto capaz de soportar otra vez la angustiosa carrera de miles de tortuguitas hacia el mar, ni de ver cómo un grupo de orcas consigue separar a un ballenato de su madre tras una hora de acoso para poder comérselo, ni de sufrir la agonía de una cría de elefante debilitado por la sed, por mucho que se salve al final. De pronto, el plató de Sálvame me ha parecido una maravilla de realidad alternativa, una jungla de pega donde todos juegan a enseñarse los dientes y las atrocidades se limitan a los juicios desquiciados y a las patadas al idioma. Lloran, ríen y gritan sin que nadie se haga pupa, se reparten la merienda como niños buenos y aquí paz y en el cielo gloria. Igual va a tener razón mi madre con lo de que ayuda a sobrellevar el día a día. De lo que no cabe duda es de que Terry Pratchett está en lo cierto cuando dice “la naturaleza es cruel, por eso la llaman madre”.