Los griegos no sólo lo dijeron todo sino que nos formatearon el pensamiento
de forma decisiva. El método científico, heredero de la lógica aristotélica,
se ha autoproclamado como la vía única al conocimiento y las verdades que
desvela como las únicas dignas de tal nombre. No voy a disputar los logros que este
sistema ha propiciado, es solo que decepciona lo
lejos que aún estamos, a pesar de tanto y tan rápido progreso, de alcanzar el fin último de toda filosofía, que no es
otro que el de la felicidad.
Los griegos nos convencieron de que esa meta solo se alcanzaba a través del
conocimiento y, como ellos, prácticamente todos los filósofos posteriores ensalzan
los placeres del intelecto por encima de todos los demás. Y nos lanzamos armados
de tubos de ensayo, telescopios y aceleradores de partículas a descifrar todo
lo que nuestro universo alberga, haciendo avanzar la frontera del mundo
conocido cada vez más allá. ¿Pero lo conocemos de verdad? Si sólo se ama lo que
se conoce, ¿a qué tanta crueldad y tanta destrucción enloquecida?
Los poetas (sobre todo los místicos), que siempre han ido por libre y han
pasado olímpicamente de la lógica, prefieren darle la vuelta al adagio y pensar
que es el amor lo que ilumina el conocimiento, y que la mirada amorosa –atenta,
respetuosa, maravillada- es más eficaz para descubrir la esencia, la verdad del
objeto de nuestra fascinación que desmenuzarlo hasta que ya no queda nada del
original o hasta que nos enredamos en cualquier dilema a los que tan proclive
es nuestra mente cuando no tiene nada mejor que hacer.
Tal vez sea hora de volver a leer a los griegos –que también eran poetas- con
atención y a la luz del psicoanálisis y nuestros propios sueños, pero sólo para
después desecharlos y empezar a amar el mundo con abandono. Puede que incluso
descubramos que lo que queremos saber y lo que necesitamos comprender no son
necesariamente la misma cosa.