La superioridad moral que confiere el convencer con ideas en vez de subyugar
con la violencia se evapora en cuanto recurrimos al insulto, al escarnio, a la
mofa cruel y despiadada, a todo eso que decimos a los niños que está mal hacer
a otros niños en el patio del colegio o en los pasillos del instituto. La
adultez, contrariamente a lo que se cree, no nos blinda por si sola contra las
heridas que los agravios nos producen y, a falta de madurez, hacemos del
cinismo nuestra armadura. Con algo de suerte y la necesaria predisposición
amorosa hacia nuestros congéneres podemos llegar a dilucidar y aceptar que
cuando alguien nos dice que nuestra idea es una soberana idiotez no nos está
llamando idiota, simplemente opina que estamos equivocados, hay una diferencia
enorme pero que pasa desapercibida con demasiada frecuencia en el fragor de la
discusión. Y es que como decía un viejo profesor mío a las ideas no hay que
respetarlas, hay que respetar a las personas, a las ideas hay que darles por
todos lados para ver si aguantan.
Pero la cosa no acaba ahí, porque cuando una idea demuestra su valía
después del vapuleo muchos querrán apropiársela, pero no en el sentido de
interiorizarla sino en el de adaptarla a sus propias idiosincrasias aunque para
ello tengan que pervertirla. Es lo que ha pasado con la democracia en España,
sin ir más lejos, donde se aprobó una nueva ley de seguridad ciudadana sin
desatar las justas y necesarias iras. O con la tragedia de Francia esta semana,
donde la sacrosanta libertad de expresión se ha visto reducida a una caricatura
de sí misma.
La pluma es más poderosa que la espada. Esto significa, entre otras cosas,
que hace falta más responsabilidad y auto control para esgrimir la primera que
para blandir la segunda. La auto censura, la que nace de la auto exigencia
ética que nos impone el respeto al otro, no la que nace del miedo a las
represalias, es la única forma válida de ejercer la libertad de manera
responsable y de no pervertir los logros de tantos miles de años de evolución
del pensamiento.