Andamos los españoles flagelándonos continuamente con la corrupción como si
fuera un endemismo del que somos los únicos responsables, como si fuéramos los
portadores de una plaga bíblica que justifica todo lo que se nos ha venido
encima, como si no hubiera remedio para nuestros males porque llevamos esa tara
encriptada en el código genético y solo nos quedara la resignación.
Y es todo propaganda. La corrupción existe en todas partes. Las elites
dominantes han engañado siempre y en todo lugar. Ocultan su identidad, crean
las grandes mentiras (sistemas monetarios, ordenamientos jurídicos, religiones)
y, rizando el rizo, dejan a sus comparsas creer que son ellos quienes manejan
el cotarro. Es aquí donde la idiosincrasia nacional colorea la forma de hacer
las cosas. No en vano, la picaresca, gran invento del siglo de Oro Español, no
sólo consiste en elaborar artimañas sino en desvelarlas.
Desde que nuestros políticos entraron en el gran juego europeo han sido conscientes
de que nada de lo que hicieran iba a dar al traste con la estructura montada
por las elites y como la autoinmolación no cuadraba con su filosofía (lo de
dimitir es de flojos), pronto descubrieron que el mismo sistema se encargaba
eficientemente de redimirlos, exculparlos o simplemente negarse a dudar de
ellos. Pero resulta que nuestros Rinconete y Cortadillo de turno saben que lo
que hacen está mal y creen en el fondo de sus infantiles y católicos corazones
(sean creyentes o no) que merecen un castigo. No sólo lo merecen sino que lo
necesitan pero el sistema perverso en el que andan metidos se lo niega haciéndolos
prácticamente inimputables. De ahí que entren en una espiral desenfrenada de
despropósitos, el siguiente mayor que el anterior y cada vez poniendo al
descubierto más trampas del sistema. Igual que un delincuente que desafía a la policía
a que lo atrape con un crescendo de crímenes cada vez más arriesgados.
Eso explica la desfachatez con la que se despachan y el
desparpajo autóctono a la hora de extorsionarnos a todos. En el fondo es un
grito de auxilio y de alerta. En el
fondo lo que quieren es que alguien los pare, es como si gritaran: “que te
estoy desangrando tío, haz algo, es que no me ves?”. Ellos son incapaces de
actuar contra el sistema porque son parte de él. Lo único que pueden hacer es
llamar nuestra atención, pero nosotros seguimos viendo a Rinconete y Cortadillo
(y nos conformaríamos con darles una buena colleja) y no al abominable gigante
que al parecer sólo veía el Quijote. Nuestros pícaros han puesto las cartas
boca arriba hace tiempo. Nosotros llevamos demasiado con la boca abierta
intentando explicar cómo es posible que haya más ases y más reyes de la cuenta y
ya va siendo hora de romper la baraja. Al final habrá que darles las gracias. Y
condenarlos, para que puedan por fin descansar.