Y tampoco me he perdido, es el mundo el que se ha descolocado. Es un mundo muy poco fiable éste y la realidad tampoco hay que tomársela muy en serio, a menos que solidifique en forma de pared o montaña, en cuyo caso conviene bordearla. Y en el borde sigo, solo que al otro lado de Ginebra, por abajo, por mucho que el departamento se llame Alta Saboya. Atrás ha quedado ese pueblecito de Prevessin-Moëns y su belleza muerta de cementerio bien cuidado. Aquí, en Saint Julien, todavía la naturaleza tiene algo que decir y los árboles se permiten crecer torcidos para mejor alcanzar la luz entre la fronda del río que rodea el pueblo, o porque la otra orilla les resulta más apetecible, ellos sabrán. De hecho, saben. Saben lo que les conviene sin necesidad de pensar, calcular, componer estrategias o perder las hojas antes de tiempo. Y yo los envidio y admiro, los estudio, los toco, los siento, los oigo y los echo de menos cuando el mal tiempo o la noche me impiden pasear por el río. Intuyo o espero que si los frecuento lo bastante se me pegará algo de su sabiduría, de su savia, de su latir pausado y seguro, que con el tiempo ese pulso sutil resonará en algun filamento de mi ser y entonces entenderé de qué va todo esto. Creo que me he mudado al lugar adecuado. Me ha costado estar casi dos meses sin teléfono ni internet pero parece que he logrado una conexión más potente y no estoy hablando de la fibra óptica sino de la vegetal, que por lo visto había perdido casi sin darme cuenta entre calles plantadas de lavanda y de rosales diseñadas aparentemente para mi único regocijo y el del ocasional cuervo filósofo porque el resto del vecindario se movía en coche, sin importarle un bledo el color de las rosas y sin molestarse en restregar las manos en la lavanda para aspirar su fragancia. Jamás vi a nadie tocar un arbusto. Igual hasta lo tienen prohibido, los muy brutos.