O el mar que nos acorrala, que no sé muy bien
cómo titular esto. El caso es que el archipiélago canario, compuesto de islas
muy pequeñas, tiene al mar como frontera inmediata. En cuanto uno sube un poco
por las islas de mayor relieve se ve rodeado de esa inmensidad apabullante. Ni
que decir tiene que en las islas más llanas la realidad es todavía más patente.
Y la realidad es que tenemos en torno a
nosotros, los isleños, el símbolo más potente de lo desconocido, con todo el
fragor emocional que ello conlleva. El mar, en la doctrina psicoanalítica,
siempre ha representado el inconsciente. Aquello que se sabe que está ahí,
operando de forma oscura (para la mayoría), remitiendo a profundidades que
causan pavor por desconocidas, que no por genuinas y propias. Un mar poblado de
monstruos marinos y de islas que aparecen y desaparecen, como San Borondón, aunando
fantasía y magia como sólo la imaginación humana es capaz de concebir.
Frente a este despliegue simbólico, el isleño
sólo tiene dos salidas: dejarse capturar por su fascinación o ignorarlo. La
mayoría optamos por lo segundo, por lo seguro, por la senda trillada, por lo
conocido. A pesar de descender en línea directa de gentes que hicieron de lo
desconocido su opción, nosotros nos aferramos a la roca surgida del mar como si
no hubiera más tierra firme en el mundo. Le damos la espalda al océano, como
todo nuestro planeamiento urbanístico demuestra, y fingimos que esa inmensidad no está ahí,
desafiándonos a cada instante.
El mar es un recordatorio continuo de nuestro
verdadero yo. Por eso lo obviamos yéndonos a vivir tierra a dentro, ignorando
cualquier reclamo que nos pueda hacer atravesarlo, desdeñando cualquier oportunidad
de abandonar el confortable peñasco donde nos hemos instalado de espaldas al
mar.
Y el peñasco es en realidad muy confortable, para
qué nos vamos a engañar. Sólo un trauma o un incontenible deseo de explorar podría
llevarnos a abandonarlo, dejando atrás los miedos y la autoindulgencia. Y luego
descubrimos que ese mar tan tremendo es sólo una metáfora, porque podemos naufragar
igualmente en una parada de tranvía en el corazón de Europa después de
perdernos en la mirada azul de un desconocido, o podemos resurgir aferrados a
un cedro que alguien se molestó en plantar cien años atrás muy lejos de su
hogar. Da lo mismo. El mar lo llevamos dentro, igual que el chaleco salvavidas.