Llega semana santa y con ella el primer reto
vacacional del año. No sé cuándo las vacaciones se convirtieron en un desafío
ni cómo yo consigo esquivarlo una y otra vez, pero está claro que han adquirido
un tinte fatídico muy parecido al de la cuesta de enero o la declaración de la
renta. Tienen un algo de inevitabilidad y de oneroso que no remite en absoluto
a la bienaventuranza que concitaba la palabra cuando las cosas eran más simples.
Ahora cuando llegan las vacaciones hay que “hacer
algo” y ese algo lleva aparejado salir
de tu casa (cuanto más lejos, mejor) y gastarte un montón de dinero. La
industria del ocio nos acorrala con mil y una ofertas para no dejar pasar la
oportunidad de disfrutar al máximo de esos días sin objeto en el calendario y
que de otra manera serían días perdidos.
Entonces nos lanzamos a la busca de la
solución que maximice el disfrute con el menor presupuesto posible con todas
las energías y recursos a nuestro alcance. Pasamos horas en internet o mareando
a alguien buscando combinaciones de vuelos, hoteles céntricos, coches de
alquiler, horarios de trenes, guías de restaurantes… Para volver agotados al
punto de partida y con menos dinero en el bolsillo.
Debe de ser porque cuando tenía tiempo y ganas de viajar no tenía dinero y cuando he
tenido dinero me han faltado el tiempo y las ganas que he acabado desarrollando
la habilidad de disfrutar las vacaciones quedándome en casa y viendo cómo crece
el ficus. Es más, la planificación de un viaje me agota y hoy día hay que ser
un estratega del calibre de Julio César para tener un mínimo de éxito en la
empresa y no hacer el pardillo.
Al final, mis vacaciones ideales no tienen
nada que ver con el destino, el clima o la época del año. Tienen que ver con alguien diciéndome: “Cariño, tengo los billetes y la reserva del hotel, salimos
mañana, vete a hacer tu maleta” Y que lo único que tenga necesidad de
preguntarle sea si meto ropa de invierno o de verano.