Se terminó febrero y he conseguido salir indemne del mes que más temo del calendario. No sé si se debe a la luz, al frío o a la precesión de los equinoccios, pero yo me descentro y todo se vuelve una lucha por mantener el equilibrio y no sucumbir a la gravedad. El pesimismo acecha a la vuelta de cada gage del vivir y no da tregua. Las formas de mantenerlo a raya también entrañan sus peligros porque en estas circunstancias las decisiones no suelen ser acertadas. Te puedes encerrar en casa para escatimarle oportunidades al hado de jorobarte la existencia. O puedes actuar por exceso y embarcarte en proyectos dudosos sólo para demostrarte a ti mismo que no te dejas vencer por el desánimo.
De las dos maneras de pasarse de rosca, mi especialidad es la segunda. El estropicio está casi garantizado y suele ir en proporción directa a la importancia que cada cual le dé a lo que se pone en juego. Te expones a dejarte estafar o seducir por el primer desaprensivo que pase si no has tenido la oportunidad de hacerlo por tus propios medios a base de un autoengaño tan entusiasta como fantasioso. Cuando todo termina y se evalúan los daños, con la cartera vacía o el corazón roto, sólo acertamos a preguntarnos ¿pero en qué estaba yo pensando? Y ni ahí atinamos porque la pregunta correcta sería ¿cómo estaba yo pensando?
Con suerte consigues aprender de los errores. Yo lo he resuelto conectando el piloto automático del inconsciente y dejando que tome el mando durante todo el mes. Me dedico a reflexionar sobre mis estados de ánimo en vez de decidir hacer “algo que me suba la moral”. La hibernación de mi yo destartalado da unos resultados más productivos e infinitamente menos desastrosos que la otra opción. Aún así no es fácil, pero no me queda más remedio que seguir practicando hasta que llegue el día en que no sienta ninguna envidia por las marmotas.
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