La otra noche, al llegar a casa, me di cuenta de que no llevaba el anillo que me había puesto al salir. Es un anillo plateado que me gusta mucho y su pérdida me contrarió. La contrariedad me duró unos segundos, el tiempo de darme cuenta de que se trataba de una alhaja de poco valor y que, debido a mi peculiar don, no podía andar muy lejos. Efectivamente. Seguro que está en el coche, en el bolso o en el bolsillo del pantalón, pensé. Y ahí estaba, en el bolsillo donde llevaba el pañuelo y en el que en un par de ocasiones había deslizado la mano zafándose el anillo en una de ellas.
Y es que de mi abuela Nina heredé, entre otras, la habilidad de perder joyas valiosas. Del oro en adelante, cualquier sortija, pendiente, colgante o broche que decida usar se me pierde. La contrapartida (siempre la hay), es que jamás pierdo mi bisutería favorita. He sido capaz de oír en una discoteca atestada cómo uno de mis pendientes rebotaba en el suelo y de localizarlo al primer vistazo. O de recuperar milagrosamente un colgante entre los pliegues del abrigo mientras caminaba.
Por suerte, también me legó el sentido del humor de los Robaina, porque la bisutería, por coqueta que una sea, es un pobre consuelo para tan costosos estropicios. Pero el poder reírse de la propia sombra es uno de los mejores pertrechos para andar por la vida y vale más que todas las joyas juntas que mi abuela consiguió no perder. Así he terminado apreciando más un buen chiste que un diamante, porque el primero lo puedo disfrutar más tiempo que el segundo y, si es bueno de verdad, también es para siempre.
Que bueno que nos recuerdes la mejor cara de la vida, y reirnos de nuestra propia sombra. Gracias por alegrarme la vida.
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