Unos dicen que al principio de todo se oyó un Bang. Otros creen que fue un Verbo. Fuera lo que fuera, parece que unos y otros están de acuerdo en la importancia del sonido y su primacía. El sonido tiene poder, derriba murallas, deja su huella en el agua y hace vibrar las cuerdas de un instrumento sin necesidad de tocarlas. Transforma el mundo y hasta puede que sea capaz de crearlo. Pero ¿puede crear vida? Después de oír algunas interpretaciones dirigidas por Gustavo Dudamel estoy por creer que sí.
Hay una sonoridad especial en sus conciertos que mi fantasía se empeña en explicar de alguna manera. La suma de una orquesta magnífica, una partitura sublime y su dirección genial produce algo más que una música maravillosa. Juraría que mis oídos han captado cómo el mobiliario de la sala de conciertos le hacía los coros a la melodía, como si ni una sola de las moléculas de todo lo que había allí dentro pudiera dejar de vibrar con cada acorde perfecto, incapaz de sustraerse a la magia que concita la batuta de este director prodigioso.
Puede que se trate de una ocurrencia disparatada inducida por una ilusión auditiva. O puede que tal vez la vida esté agazapada en cualquier parte y sólo necesite el sonido adecuado para despertar.
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