Releyendo a los clásicos y observando el panorama político actual se corre el riesgo de llegar a conclusiones peligrosas. Son conclusiones equivocadas y su peligro es que provocan una reacción en cadena de decisiones igualmente equivocadas cuando se aplican a nuestro hacer cotidiano. Es ahí donde, inadvertidamente, se producen las pequeñas catástrofes de percepción de la realidad. Ésta nos pasa desapercibida y terminamos habitando una fantasía poblada de paradojas en la que pretendemos desenvolvernos con algo parecido a la normalidad.
Cuando concluimos que la condición humana es la que es, dando por sentado que la ambición es lo que la define, cometemos el primer error de bulto que da al traste con todo lo demás. Porque la ambición está en la condición humana, pero no es su esencia ni de lejos. Puede que hoy día sea una motivación tan fuerte como lo era en la época de Cicerón o en la de Maquiavelo y que hoy nos mostremos tan incapaces de dominar esa fuerza como entonces. Pero sí hemos avanzado socialmente en algo y es en el acceso a la formación y a la participación.
Constantemente oímos cosas del tipo de “los políticos son todos unos delincuentes y estaríamos mejor sin ellos” o “habría que dejar la política a gente preparada y profesional”. No creo ni en lo uno ni en lo otro, pero tengo la sospecha de que es exactamente lo que quieren que creamos los apegados al poder.
En los últimos años hemos visto cómo nuestros políticos se acusan mutuamente de corrupción en una batalla que, al grito de “y tú más”, parece, por la insignificancia de las consecuencias para los contendientes, una riña de patio de colegio. El verdadero daño se produce cuando, asqueado por esas trifulcas, el ciudadano evita como evitaría a la peste el involucrarse en política. Ha habido muchas acusaciones poco serias, que en más de una ocasión no han puesto en entredicho la legalidad sino la discrecionalidad, que es legítima, en determinadas actuaciones. Pero se lanzan a los medios (que no a los juzgados) y se procura que el tufo mantenga alejado y horrorizado a todo aquel que estime en algo su reputación.
Tampoco tenemos ninguna necesidad de estar gobernados por tecnócratas ni por elites intelectuales que con demasiada frecuencia no tienen los pies en el suelo. Cualquier ciudadano con conciencia de los principios que rigen el Estado de derecho y el ordenamiento jurídico puede aspirar a hacer valer su criterio en política. Tenemos unos funcionarios preparadísimos en todos los niveles de la Administración perfectamente capaces de hacer que la maquinaria siga funcionando.
La información necesaria para no dejarnos confundir con acusaciones oportunistas de corrupción o con otras triquiñuelas la tenemos al alcance de la mano. En cualquier biblioteca pública te imprimen gratis las leyes. Otra cosa es la formación en materia de democracia, que junto a la formación tradicional es cada vez más precaria y se nos escatima sibilinamente, porque de nada sirve que todos sepamos leer si no entendemos lo que leemos. Si también consiguen alejarnos de la participación manipulando nuestra ignorancia, haciéndonos creer que todo está podrido, haciéndonos creer que no tenemos derecho a intentarlo y mucho menos a equivocarnos, entonces la culpa de que nos vayamos a pique será de todos nosotros, pero sobre todo, de los que, huyendo del hedor y de la responsabilidad, escoramos el barco a proa porque en la popa huele mal.
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