No hace mucho me embarqué en un
curso online sobre ética de la Universidad de Lausana, creado por dos miembros
de su facultad de empresariales y económicas, uno profesor de ética empresarial y el otro de teoría de decisiones. El título
del curso era Unethical decision making in organizations. Parecía interesante y
me moría de curiosidad por saber a qué clavo ardiendo se iban a agarrar los
directivos de las organizaciones en un mundo devastado por la codicia sin
escrúpulos que la “nueva economía” nos legó. Un páramo ético donde ni las flores del mal osan brotar porque hasta para ser malo, lo que se dice malo, hace falta inteligencia y ponerla al servicio de los valores contrarios a los que proclamamos como buenos. Y algo de eso hay, pero la mayor parte del problema es fruto de la inconsciencia, sabiamente explotada por los malos de verdad.
El huracán de capitalismo salvaje
que se desató en los ochenta (la única regla era que no había reglas, ¿se
acuerdan?) mandó a paseo los valores y se centró en la estrategia de ganar
dinero a cualquier precio. El colapso de este desenfreno llegó allá por 2009 y
todavía no nos hemos recuperado. Hasta aquí la nota histórica, por si me está
leyendo algún menor sin filtros parentales.
Hoy se ha invertido la tendencia,
lo de hacerse asquerosamente rico de la noche a la mañana y pregonarlo con
orgullo ya no se lleva, ahora vuelve a estar de moda la modestia y lo que se
busca de cara a la galería (porque de puertas adentro sigue siendo el dinero)
es respetabilidad. Cualquier organización que se precie, a parte de una visión
y una misión, tiene que tener una política de responsabilidad social, aunque se
limite a patrocinar al equipo de balonmano del barrio, el caso es ser percibido
como un benefactor de la comunidad y hacerse perdonar lo de ganar dinero, que
ahora es de muy mal gusto y sólo lo hacen los criminales.
En un contexto así urge encontrar la
forma de evitar a toda costa la mala imagen que un fraude, malversación, abuso
o enchufismo puede acarrear, pero como los humanos somos como somos y no
tenemos remedio -al menos en el corto plazo(*)- la solución pasa por blindar a las organizaciones con un sinfín
de protocolos, medidas, contramedidas, decálogos, comités y auditores contra
las decisiones desacertadas de los mismos humanos que las manejamos. El
mecanismo no es nuevo, se llama burocracia y está comprobado que funciona. De
una manera perversa, pero funciona. Aunque sólo sea por la dificultad añadida
de tener que sortear todo el laberinto administrativo.
Pero me estoy desviando. Las
organizaciones, por mucho que les demos una personalidad jurídica, un número de
identificación fiscal, estatutos y decálogos éticos no tienen alma. Ni sienten
ni padecen ni se avergüenzan de su comportamiento. La ética solo atañe al ser
humano, al que toma las decisiones, correctas o incorrectas, a sabiendas o no.
Y es aquí donde reside la novedad en el enfoque que el curso preconiza. Un enfoque
que todavía me tiene perpleja. No soy capaz de decidir si es un producto de la
psicología new age, cargado de comprensión y amor universal, o un intento sibilino
de excusar lo inexcusable y echarle la culpa al sistema (chivo expiatorio de
primera opción allá por los setenta, cuando la crisis del petróleo y el reflujo
de los sesenta dejaron al descubierto los estropicios de un desarrollismo mal
planificado).
El curso pretende alertar sobre
cómo el contexto de la organización (con la fuerte presión que puede ejercer) y la
estrechez de miras pueden llevar a personas honestas y con principios a actuar
de forma poco ética. El énfasis se pone no en las “manzanas podridas” sino en
las sanas y explica divinamente las mil y una formas en las que éstas se pueden
malear. Desde el miedo a las represalias hasta el efecto perverso de las
rutinas pasando por la presión de los pares y el mismo estrés, ejemplificado
con famosos estudios de psicología y sonados casos empresariales, todo se
reduce a explicar cómo surge lo que ellos denominan ceguera ética.
Hasta aquí todo muy bien. El
problema lo tengo en la forma de tratar un caso de corrupción bajo este enfoque.
Y es que el concepto de ceguera ética me parece sumamente peligroso, por mucho
que sea acertado. Convendría buscar otra manera de llamar a la causa de tales
errores, de otra forma lo que se propicia es eludir la responsabilidad con el
apoyo impagable del lenguaje y su carga emocional.
Porque no es lo mismo decir “te has portado como un sinvergüenza” que “has
sufrido un episodio de ceguera ética” o mejor todavía: “eres VICTIMA de un caso
severo de ceguera ética”, que podría llegar incluso a un “perdónanos por
haberte forzado a traicionar tus valores, toma tu indemnización, tu incapacidad
permanente por enfermedad profesional, una pluma de regalo y no nos demandes, por favor”. Y aquí lo único que ha pasado es
que la organización no ha sabido prever o corregir las anomalías y el causante del estropicio se queda tan ancho y se va cantando aquello de por tu culpa culpita yo tengo negro negrito mi corazón…
(*) lo que dura una legislatura (cuatro años) o la revisión del interés de la hipoteca (un año), horizontes temporales que no dan ni para empezar a enseñar a hablar a un niño con propiedad, conque quítame allá lo de transformarlo en ciudadano si no lo trae aprendido de casa cuando se incorpora a la polis
(*) lo que dura una legislatura (cuatro años) o la revisión del interés de la hipoteca (un año), horizontes temporales que no dan ni para empezar a enseñar a hablar a un niño con propiedad, conque quítame allá lo de transformarlo en ciudadano si no lo trae aprendido de casa cuando se incorpora a la polis
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