Otra mañana más, a la misma hora, en la misma parada me encuentro con la
extraña del pelo blanco. Como siempre, apura el cigarrillo con una mano
mientras con la otra se aferra al diario que abrirá en cuanto llegue el autobús
para ya no apartar la vista de él hasta el siguiente trasbordo. Me pregunto si
se tratará de un ritual destinado a aliviar el tedioso trayecto o de una
táctica de aislamiento. Probablemente no me entere nunca, no mientras sigamos
respetando nuestro acuerdo tácito de no hablarnos e ignorarnos cordialmente.
Hay gente maravillosamente dotada para cerrarse en banda al mundo que les
rodea. Son capaces de pasar todos los días a tu lado y hacerte sentir parte del
mobiliario urbano. Por fuerza han de recordarte, pero se niegan a cruzar su
mirada con la tuya con una tenacidad asombrosa, porque ese simple gesto implica
un reconocimiento que lleva invariablemente al saludo y a la comunicación. Y
supongo que es eso lo que se teme y se trata de evitar a toda costa, a costa de
la propia humanidad, nada menos.
Incluso los animales que se encuentran por primera vez, cuando entre ellos
no detectan amenaza, se olisquean y saludan con una cortesía admirable. Y esto
ocurre hasta entre animales de distintas especies, porque a veces sucede que no
hay urgencias vitales que atender y el instinto de supervivencia no consiste
solo en matar o escapar, consiste también en cuidar, tanto de la propia especie
como de otra. Así se explican las imágenes de perros cuidando de gatos y otros
emparejamientos más extravagantes. Esto que los animales saben de forma
instintiva, que todos dependemos de todos y nos debemos respeto y ayuda, nosotros
tenemos aún que admitir que pueda existir, descubrirlo y después probarlo
científicamente. Si no tuviéramos el corazón tan duro como la cabeza lo
habríamos entendido hace tiempo.
A pesar de todo, no dejo de agradecer el silencio en un autobús atestado a
las ocho de la mañana. Mi cerebro no estará listo para una conversación hasta
una hora más tarde y bastante hago con procesar las imágenes con que mis ojos o
mis sueños me apabullan. Supongo que a mis compañeros de viaje les sucederá
otro tanto y por eso evitan propiciar cualquier familiaridad. ¿Quién sabe si
ese hombre que parece tan serio y compuesto es en realidad un pelmazo al que le
encanta hablar de sus dolencias? ¿O si esa mujer sonriente y con ojeras es una
orgullosa madre de un bebé de año y medio del que acabarás sabiendo todas sus
peripecias diarias? O peor todavía: ¿qué hacer con el incómodo silencio que se
instala entre dos desconocidos cuando se agotan los temas triviales? A la mayoría
le resulta más difícil de manejar que la cháchara intrascendente y por eso seguirán
hablando sin parar hasta el final del trayecto. Bien pensado, el peligro es
inmenso, pero nadie se ha muerto a causa de un exceso de verborrea ajena. Es la
indiferencia lo que mata, lenta y calladamente.
Mirar a la gente a los ojos entraña un riesgo, igual que lo hace esto de
vivir. Querer evitarlo equivale a pretender existir a medias para que la vida nos dure
más. Cuando el absurdo se desvela no hay más remedio que asumir los
imponderables con deportividad y confiar en que tu instinto de supervivencia y
el de los que te encuentras por el camino esté tan afinado como el de perros y
gatos. Por eso siempre busco a la mujer del periódico. Por mucho que se
atrinchere en él es tan incapaz de no mirar a los ojos como yo. Alguna vez nos
hemos dedicado una sonrisa y creo que nos entendemos perfectamente. Ninguna de
las dos necesita más y ninguna nos conformamos con menos.
Vivimos como en una burbuja, aislados entre cientos de "otros" tan aislados como nosotrros mismos. Así somos en el contexto que se impone. Por eso yo no cojo autobuses a esas horas tan tempranas. Prefiero ir a pie y algo más tarde. Se me olvidaba: ya estoy jubilada y los horarios los impongo yo. ¡Qué suerte, Minervina!
ResponderEliminarAislados y amedrentados. Una penita de especie estamos hechos.
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