La gente buena-buena es un coñazo. No estoy hablando de la gente que actúa
con bondad aún en contra de su mejor juicio, ni de los buenos de panfleto, que
no siguen criterios éticos sino consignas. Estoy hablando de una especie aún
más desconcertante de personas cuya existencia es un desafío a todo el
conocimiento que Darwin, Freud y los
seguidores de ambos han conseguido instaurar. Gente para la que el impulso a la
cooperación, el respeto y el cuidado está no sólo automatizado sino que es el
primero en activarse en cualquier situación y que obedecen al impulso con el
flagrante abandono del que no puede hacer nada por impedirlo porque, entre
otras cosas, no pueden.
Tienen además la asombrosa cualidad de dar por sentado que el mundo es como
es porque no puede ser de otra manera y puesto que lo aman de todas formas ¿para
qué alterarlo con mentiras? Porque la mentira, según su particular e insólita
visión, no es sino una forma de injusticia acerca de algo o de alguien. Esto no
quiere decir que sean afanados buscadores de la verdad ni que no sean
susceptibles al engaño. Significa, literalmente, que no pueden mentir.
Este tipo de gente nos pone de los nervios. Nunca sabemos cómo catalogarlos
porque no entran en nuestros esquemas. De entrada desconfiamos de sus
intenciones porque sabemos que nadie en su sano juicio da algo a cambio de nada.
Cuando comprobamos que realmente no está esperando nada lo calificamos de
tontaina o le atribuimos algún rasgo neurótico de búsqueda de gratificación del
tipo que espera el que ejerce constantemente de victima sacrificial. Pero al
descubrir que no solo no espera sino que no necesita ningún tipo de
reconocimiento nuestros esquemas se derrumban y empezamos a detestarlo.
Lo detestamos no solo porque hace que nuestras convicciones sobre el ser
humano se desplomen, sino porque los nuevos estándares que impone sobre la
condición humana nos parecen inasumibles, injustos y, sobre todo, poco
prácticos. Nosotros los simples mortales, tenemos los automatismos orientados a
la supervivencia individual y, no nos engañemos, todo lo demás viene detrás. La
nuestra siempre es una lucha a brazo partido entre lo que nos dicta la
conciencia y nuestros deseos, mientras que los buenos-buenos no tienen ni que
pensarlo porque su conciencia y sus deseos están perfectamente alineados. Y por
supuesto salimos perdiendo en la comparación con estos seres cuasi angelicales
que nos hacen sentir como reptiles saliendo del lodo primigenio, con lo
orgullosos que estábamos de haber llegado a la luna.
Esa cualidad de piedra en el zapato del devenir de esta humanidad orgullosa
de sus logros los hace insoportables. Poco importa si han sido sus sacrificios altruistas
los que nos han permitido ver un nuevo día a todos los demás y además nunca lo
sabremos porque nunca nos hemos ocupado de ellos y de la relevancia que hayan
podido tener. Nuestro objetivo ha sido siempre desacreditarlos primero e ignorarlos
después, aunque sólo si su eliminación era más problemática que lo otro. Y si
alguno consigue colarse en la historia ya nos ocuparemos, con el correr del
tiempo, de que sea en algún subproducto de ésta, llámese libros de caballería,
cuentos de hadas o nuevo testamento.
Lo importante aquí es no perder el norte y, hoy por hoy, nosotros hemos
decidido que, en la vastedad del universo, la estrella polar marca lo que está
arriba y no hay más vueltas que darle. Ayer era que la tierra era el centro del
sistema planetario, pero eso era ayer, cuando éramos unos pobres ignorantes y
levantábamos horóscopos buscando la iluminación.
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