Fantasías sobre la realidad y ocurrencias varias







martes, 19 de julio de 2011

METALENGUAJE

Mi madre lo ha vuelto a hacer. Sin pretenderlo, me ha colocado una vez más entre la espada y la pared y me he tenido que estrujar los sesos para salir del atolladero y comprender que todo es cuestión de semántica.
Se ha pasado meses preguntándome cada día qué iba a hacer de comer para después, ante mis dudas, insistirme en que tenía que confeccionar un menú semanal o quincenal, ya que así todo me resultaría más fácil.
Y también más aburrido, pensé yo. Bastante tedioso es ya ir al supermercado y estar pendiente de que las cosas no se quemen, o no se peguen o no se evaporen sin más en el éter. Igual de triste me resulta emplear el tiempo en tener perfectamente inventariado el contenido de la despensa y el de la nevera, sin el margen para la improvisación y la genialidad que otorga el verse de pronto con dos zanahorias y media cebolla cuando la tienda acaba de cerrar. Eso sería reducir el arte culinario a una rama de la contabilidad y yo por ahí no paso. Si encima tengo ya previsto lo que voy a cocinar ¿dónde está el reto?
Pero ocurre que no soy de piedra. Bueno, un poco sí. Pero hasta las piedras se agrietan si todos los días les cae una gotita de agua en el mismo sitio y la campaña de mi madre terminó haciendo mella en mí el pasado fin de semana.
El domingo por la noche le anuncié que había hecho un menú para quince días (ojo, no una semana sino dos) y que cuando quisiera saber qué iba a comer al día siguiente sólo tendría que mirarlo en el tablón de la cocina.
Hice mi anuncio con el mismo orgullo y hambre de aprobación materna que una niña de cuatro años dispuesta a mostrar un cuadro hecho de macarrones coloreados. Menos mal que soy mayorcita y tengo mucho rodaje con mi madre porque su reacción le habría provocado un ataque de violencia histérica al más pintado. Su respuesta fue y un rábano, te lo preguntaré a ti. El desconcierto sólo me permitió preguntar ¿encima pretendes que lo memorice? Cuando respondió pues sí a mi solo se me ocurrió contestar ¡Pues cuando me preguntes te mandaré al tablón!
Más tarde me dediqué a meditar sobre todo el asunto, convencida de que aquella crueldad desquiciante digna de un guión de Hitchcok no podía ser premeditada. Tenía que ser por fuerza el efecto colateral y catastrófico de algo más gordo y que no podía vislumbrar debido a la polvareda provocada por el derrumbe de mi menú. Necesitaba una perspectiva más amplia porque no podía ver más allá de mis narices y aquello no podía ir sólo de comistrajes, tenía que haber algo más. Entonces se hizo la luz y me vino a la mente el término que contenía la amplitud necesaria para explicar todo el desaguisado: nutrición. Un concepto que implica otras vísceras a parte del estómago, como el corazón y el cerebro y que se nutren de afectos y de ideas. Y ahí estaba la clave, escondida entre las mismas palabras que la revelaban. Sólo había que traducir y entonces el diálogo deseado quedaba de la siguiente manera:
—¿Ya sabes qué vas a hacer de comer hoy?= ¿Hoy me quieres?
—Sí=
—¿Y qué vas a hacer? = ¿Y cómo me lo vas a demostrar?
—Gazpacho y pescado a la portuguesa = Con vitaminas, minerales y  fósforo, todo natural y sin lateríos.
—Mmm, qué rico = Mmm, cómo me cuidas.
Supongo que si le diera mas achuchones no me exigiría demostrarle mi afecto a base de plantearme sudokus gastronómicos todos los días, pero cada uno es como es y yo no puedo evitar tener la actitud amorosa de un erizo igual que ella no puede evitar tener la de un oso panda. Lo que sí puedo hacer es mandar al diablo el menú y contestarle con seguridad y rapidez lo primero que se me ocurra cuando vuelva a preguntarme, porque tanto si le digo que voy a hacer una deconstrucción de huevo à la pomme de terre como si le digo que voy a cocinar una tortilla le va a sonar igual de bien. El caso es que le diga cuánto la quiero, dando los rodeos que haga falta.

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