Una estructura de hierro, contra la que ningún fuego
podrá, y un revestimiento de cristal que siempre dejará pasar toda la luz.
Descubrí el Palacio de Cristal al final de mi visita
a Madrid estas navidades y fue el broche de oro a cuatro días bienaventurados
que empezaron marcados por la incertidumbre.
¿Qué esperaba encontrar en la capital de una España
sumida en la crispación y el malestar que continuamente se palpan en los medios?
Pues exactamente eso, sólo que peor.
Trabajar en Ginebra y vivir en sus cercanías es lo
más parecido a transitar un mundo de cuento de hadas. Todo está limpio, los
autobuses pasan a su hora, cualquier tipo de desperdicio tiene su rincón de
reciclado, las flores abundan y las normas son respetadas, por citar sólo
algunas utopías que en Suiza son una realidad.
Precisamente por ello, o a pesar de ello, aún no lo
sé, me repito constantemente que esto es una fantasía, aunque sólo sea por no
sucumbir a la tentación de creer que el mundo es perfecto. Es cierto que en
este empeño me ayudan mucho el resumen de prensa del Colegio de Economistas de Las
Palmas y mi madre, con sus informes diarios de cómo va la crisis en Canarias,
pero no es bastante. La imagen de este idílico existir es tan potente que ni
mil palabras pueden deshacerla, de ahí que insista machaconamente con mi
mantra: “esto no es real, no es real, no es real…”
El resultado de mi terapia anti ilusoria fue que
llegué a Madrid con el corazón en un puño, esperando encontrarme con unas
gentes malhumoradas, apesadumbradas y derrotadas. Afortunadamente, me encontré
con todo lo contrario.
Encontré conversaciones ajenas que podía entender
perfectamente aunque uno de los interlocutores hablara de que se le había “desfigurado”
el escritorio del ordenador, chinos de segunda generación felicitando las
Pascuas en perfecto español, comerciantes pakistaníes que me saludaban por la calle
al segundo día de estar yo en el barrio de Ventas, madrileños de-toda-la-vida
que gestionaban su vez en una cola con un espíritu castizo que poco tiene que
envidiarle al realismo mágico, conductores de autobús -estresados por los
nuevos carriles y con el sueldo recortado- que me sonreían (los suizos te
responderán a los buenos días, pero no sonríen), sábanas en los balcones
defendiendo la sanidad pública, teatros que se caen a trozos pero llenos hasta
la bandera, individuos comprometidos que conocen y aman su ciudad y que te
llenan el corazón con la historia de cada calle, de cada fuente, de cada piedra…
He vuelto contenta de constatar cómo los españoles
lidiamos con esta malhadada crisis. Ni estamos vencidos ni podemos ser derrotados,
porque lo que tenemos es una inmensa capacidad para vivir,
porque somos fuertes y porque nos permitimos la fragilidad de una fachada de
cristal que nos impide hablar inglés pero que también permite el paso de
cualquier luz, por pequeña que sea. Y lo mejor de todo, es que es contagioso.